Ese abril en que murió Úrsula Iguarán, Gabo y un pedacito del resto del mundo

Este no fue un abril como los otros, fue uno de esos en el que la realidad se mezcla con la ficción. En el que la dulzura, la belleza y la tristeza se funden en una sola bocanada de aire. En este abril murió Gabriel García Márquez, un Jueves Santo, tal y como ocurrió con Úrsula Iguarán en «Cien Años de Soledad». Aquella obra que merece todo el amor que le profesó, mientras estuvo viva, mi mejor amiga: Nancy Ruth Ternera Urbina, quien siempre se sintió orgullosa por llevar el apellido de Pilar, aquella mujer macondiana que descifraba el destino en la baraja.


La noticia me cogió con tanta sorpresa que no pude musitar una sola palabra (a pesar de que soy de ese tipo de mujer que nunca se queda callada). García Márquez era de esos seres humanos que una pensaba, cuando era pequeña, que nunca iba a morir. Fue inevitable, entonces, recordar el primer libro que leí de Gabo, El Coronel no tiene quien le escriba, quizás por la corta edad que yo tenía en ese momento, sentí que la obra era cruel, dado que no concebía la idea de que un hombre, con la rectitud del Coronel, tuviera que someterse a esa dupla desgastante que conformaban los engaños y los optimismos inútiles que acompañaron sus días. Hasta que años después, me vi esperando un dinero que nunca llegó mientras preguntaba, periódicamente, por su desembolso (pero esa es otra historia).

Muchos años después me enteré de que mi familia sí llevó a cabo la idea expuesta por la esposa del Coronel (vender el gallo de pelea), sólo que mis papás no tenían un gallo; ellos concentraron su riqueza en un par de loras parlanchinas (que se llamaban, Rebeca y Roberto). De modo que, para una navidad de esas en la que todo escaseaba, decidieron venderlas con el ánimo de comprar lo necesario para las fiestas decembrinas. Cuando ellos decidieron recuperar a estos dos integrantes de la familia, era demasiado tarde, porque alguien se los había apropiado. Ahí me di cuenta de que la conmovedora historia que Gabo nos ofreció con el Coronel era la suerte de muchas familias; no solo de Colombia, del mundo entero; es la historia de los que nos movemos entre la credulidad, la esperanza en cosas de las que no tenemos certeza, la confianza por el sistema que nos representa y la decepción por el mismo.

Después, vino Los funerales de la mama Grande, desde entonces cada vez que viajo, miro los zapatos de las niñas, esperando que nunca les queden tan apretados como los de aquella, que viajaba con su madre a visitar la tumba de su hermano y que se desabotonaba la trabilla de los zapatos cuando tenía la oportunidad de hacerlo, mientras guardaba un luto “riguroso y pobre”. También aprendí a temer a los dentistas vengativos y comprendí, además, que hasta las bolas de billar son un tesoro. Entendí que se puede vivir fuera de la realidad y que los pájaros acuden a nuestras casas para morir, mientras las abuelas pueden ver todo lo que ocurre con sus nietas, así aquellas estén ciegas.

Años después vino La Hojarasca, aquella “formada de desperdicios naturales y humanos» que nos presentó ese héroe contradictorio mientras nos mostraba esa otra cara del progreso en occidente. Lamenté la muerte de aquél ser odiado cuyo orden fue desintegrador, pero que tuvo voz a partir de tres monólogos disímiles en el “desarrollo” de un pueblo nuevo.

Pocos meses después me encontré con Crónica de una muerte anunciada. Nunca antes, había asistido a la muerte de un ser humano. En menos de dos días, conocí a Santiago Nasar, me enamore de él, hice mucha fuerza para que los hermanos Vicario no lo mataran (así el narrador me dijera desde la primera línea que iba a morir) y finalmente… sentí (por primera y espero que sea la última vez en mi vida) que yo quedaba viuda. Odiaré hasta mis últimos días a Ángela Vicario y, desde entonces, no tolero a las mujeres morrongas.

Años después, conocí a mi amiga María Margarita Díaz ( Gitana Dhara ) quien me dio uno de los mejores regalos que me han dado en mi vida, El Amor en los Tiempos del Cólera; ella me anunció que esta novela era el poema más bello que alguien hubiera podido escribir en este mundo. Después de muchos años siento que cualquier cosa que yo pueda decir por esta obra es poca cosa. Con esta novela amé, me desvelé, lloré…lloré mucho, entendí que “cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches” puede ser el tiempo que esperan los enamorados, comprendí que existen personas efímeras y amadas, que hay noches de luna en que los humanos nos volvemos trizas los corazones; con Florentino Ariza aprendí “que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna”; supe, también, que podemos sentirnos solitarios “entre la muchedumbre” y aceptar con rabia que “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”.

Desde que leí esa obra he tratado de construir el amor a partir de esos otros amores literarios; pero yo no llego tan lejos, sólo soy como la tortuosa Sara Noriega y, seguramente, en un mundo paralelo habrán días en que alguien con mi nombre recite versos seniles con desaforada obscenidad que quizás, a lo mejor, terminen por aislarme para no acabar “de enloquecer a las otras locas”.

Finalmente, sólo puedo decir que mi vida, como la de muchos otros, creció de la mano de Gabo. Cualquier cosa que se diga hoy es inútil porque, el jueves se murió un grande, en un auto-exilio, lleno de admiración, siendo el habitante de un universo con fronteras imaginarias, con dictadores sin educación escolar, pero que se vuelven leyenda. El Jueves Santo de abril de 2014 murió García Márquez, como en otro jueves, lo hizo Úrsula Iguarán y, quizás, algo de nosotros también.

Gincy Zárate Mendivelso
Profesional en estudios literarios: Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
Magister en Literatura latinoamericana y colombiana: Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

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