Reminiscencias XVIII

El próximo 11 de abril, del año en curso, se cumple el aniversario número 146 del fallecimiento de nuestro escritor JOSE EUGENIO DIAZ CASTRO, nacido en Soacha el 5 de septiembre de 1.803 y fallecido en Bogotá en 1865.


Por eso he querido como soachuno, ofrecer a mis coterráneos una somera semblanza, de tan preclaro hijo, en la idea de que en esta ocasión, la Alcaldía Municipal, El Concejo, La Casa de la Cultura, que debería llevar su nombre, y la Secretaría de Educación le brinden un homenaje ,pues están en la obligación de hacer conocer de la comunidad las fechas destacadas de la Municipalidad, y a sus hijos predilectos, pues Díaz Castro, no cabe duda, es uno de ellos, y a quien vergonzosamente se ha pretendido mantener en el más absoluto olvido, ya sea por ignorancia, o por simple incapacidad para rendirle el tributo de admiración que se merece por su insigne obra literaria, casi también desconocida en nuestro medio.

Busco con esto un sencillo pero sincero homenaje para este ilustre compatriota que no merece tanto olvido como al que la historia y la sin razón lo han sometido, cuando en la Alcaldía y en los centros de cultura se debería mostrar suficientemente su obra literaria o, por lo menos, un óleo que mantuviera permanente su imagen de hijo predilecto de su lugar nativo, y Acuerdos del Concejo que recuerden su pluma y la vigencia de su obra, y se saldara así los 146 años de olvido, cuando permanentemente se ordenan condecoraciones a personas que nunca podrán superar a Díaz Castro.

Por eso que desde la distancia que me separa de mi tierra natal, reitero y clamo porque sus actuales gobernantes cierren la página de olvido e impongan, como ya decía, la vigencia permanente de su obra y su figura ilustre.

Porque he visto, con asombro, que en administraciones pasadas se dieron órdenes publicitadas a los cuatro vientos para retratos al óleo, en los que se pretende que aparezca, o ya apareció, la figura de un personaje que, afortunadamente, no tuvo el inmenso honor de haber nacido en Soacha, en donde solo lo hacen las gentes sanas y honestas, pues él rodaba por ahí y por arte del malabarismo político apareció de Alcalde, para vergüenza de quienes allí nacimos.

Lo que a continuación se dice, es parte de la nota crítico-biográfica sobre el campesino escritor hecha por doña Elsa Mújica, con aportes de don José María Vergara, Rafael Maya, Antonio Cacua Prada, Jorge Isaac e Isidro Laverde Amaya, personajes ampliamente conocidos en el mundo literario, la crítica, la academia y la historia, que por tal circunstancia no hace falta presentación alguna.

Don Eugenio nació el 5 de septiembre de 1.803, (no en l804 como se ha repetido), en la Hacienda Puerta Grande, situada en los alrededores de Soacha, de gran movimiento por ser centro de intercambio entre los productos de la Sabana y los de tierra caliente.

El escritor la designaba como “Soacha, mi patria”, explicando orgullosamente que era notable por poseer en su jurisdicción el Salto de Tequendama y por las danzas de los Muiscas que se ejecutaron allí hasta bien adelante del siglo XIX. Desde el primer momento debe destacarse de don Eugenio su calidad de maestro del realismo americano –que no costumbrismo- como lo estableció un crítico de la talla de Rafael Maya, en el discurso pronunciado en la Academia Colombiana para conmemorar el primer centenario de la muerte del autor de Manuela. Por otra parte, el mismo Maya advirtió en esa oportunidad la no existencia de novelas, por abstractas que sean, de las que se halle ausente el subestimado pero inevitable costumbrismo. A Díaz Castro, el contacto directo con las realidades primordiales del país, a que se vio obligado como trabajador campesino, lo condujo más allá de la evocación amable y superficial a que eran aficionados algunos de sus colegas, por afamados que fueran. Veraz y desprovisto de adornos innecesarios capaz de acordarse de los seres y las cosas con respeto y casi increíble humildad, enemigo de lucubraciones gratuitas calificadas burlonamente por él como “copias de copias”, ha conservado esas cualidades que José María Vergara valoró mejor que nadie y que poseen la ventaja de no marchitarse.

Pese a la modestia que lo caracterizaba, a don Eugenio no se le escondía la verdad. Al fin y al cabo, ufanarse un poco puede representar una forma de expresar gratitud. Le había sido concedida una buena herramienta para medir el mundo. Aunque, debido a una temprana afección al pecho y al accidente que sufrió por la caída de un caballo cuando estudiaba en el colegio de San Bartolomé, se retiró de claustro donde tuvo como condiscípulos a Florentino González ya Ezequiel Rojas, y en el que había continuado el aprendizaje iniciado con su primer maestro, Casimiro Espinel, a quien nunca olvidó y que cita en uno de sus escritos, nunca dejó de estudiar. En Puerta Grande la finca que hoy yace sepultada bajo las aguas de la represa del Muña, y en los lugares de tierra caliente a donde lo arrastró la necesidad de ganarse la existencia, siguió sus lecturas, como se trasluce en lo que escribió. De suplemento se la otorgó una gracia inesperada: nada menos que la poesía, a pesar de no servirle para improvisar versos a la manera de Vergara o de Jorge Isaac. En el fondo don Eugenio no dejaba de lamentarlo. Así se desprende del artículo autobiográfico en que estampó:

“En esto de la poesía, ella fue tan ruin conmigo como la fortuna en concederme plata. Sin embargo, para algunas descripciones me solía prestar sus auxilios, acaso para consolarme cuando vivía solo en un establecimiento entre los montes, cuando atravesaba los ásperos caminos, o cuando no tenía yo con quien conversar sino con mis arrendatarios o peones; y de aquí mis artículos de costumbres y el plan de tres o cuatro novelitas descriptivas que el público comienza a ver.”

Si la poesía sencilla e indeliberada es la esencia de su lenguaje, tampoco puede negarse que lo impulsa un ideal político: el de implantar en el país el socialismo católico, de cuño estrictamente personal suyo. Hasta sería factible que don Eugenio resaltara nuestro primer narrador convicto y confeso de “compromiso” político, si no fuera porque un programa de esa tendencia jamás fue acogido por ninguno de los partidos que por esas calendas se disputaban el gobierno de la nación, destrozándolo de paso. Al hombre de Soacha lo rechazaban los radicales, que eran los socialistas de su época a quienes incomodaba el apelativo de “católico”, justo al lado del de “socialista”, y a la inversa les sucedía a los conservadores y católicos, que jamás aceptarían el otro mote. No obstante, la posición de don Eugenio reflejaba fielmente las meditaciones del cristiano y del patriota que había compartido desde los inicios de la república los trabajos y las decepciones de la gente común. Así mismo fue Vergara quien aceptó su buena fe. A los tres días de haberse relacionado los dos, Vergara y don Eugenio, el primero estampó lo que sigue en el prólogo del 24 de Diciembre de 1858: “El objeto que se propone el señor Díaz no es contar simplemente un cuento. De una reunión de hechos históricos pero aislados y magistralmente unidos para ponerlos al servicio de una idea, ha hecho la novela. Su idea, expresada con enérgica frase, es mostrar los vicios de nuestra organización política, analizándola para fundarla de abajo para arriba: de la parroquia lejana para la capital; el último eslabón de los tres poderes al primero.”

Como colaborador de la Biblioteca de señoritas le concedieron su amistad Eustacio Santamaría, Ricardo Carrasquilla, Joaquín Borda, los Ortiz y David Guarían.

En algunos de los “cuadros” alude a su estrecha relación con el doctor Mariano Melendro, personaje de ese entonces, con quien se tuteaba y Vergara cita la extraordinaria estimación que le profesaba Julio Arboleda. En fin, en la partida de bautismo de don Eugenio se nombre al padre “don José Antonio Díaz” y a la madre “doña Andrea de Castro”, no, Castro solamente. Eran los dueños de Puerta Grande. El padrino del pequeño José Eugenio fue don Joaquín Ortiz. La madrina Josefa Díaz.

Existe una curiosa carta de nuestro novelista escrita cuando trabajaba como mayordomo de la hacienda Junca, ubicada en los alrededores del municipio de Mesitas del Colegio, tan rica que contaba con quinientos arrendatarios, según datos de Antonio Cacua Prada en Lecturas Dominicales de El Tiempo del 18 de abril de 1965 y publicada en El Patriota Imparcial del 13 de febrero de 1859 en el que se revela de cuerpo entero como era. Dice: “……nunca he condecorado mi persona con cintas, cucardas, Jesuses, ni otros emblemas significativos de bandos. Una larga experiencia me ha enseñado que la sangre que se derrama en la Nueva Granada para que suban a los puestos nuestros padrinos, prohombres o candidatos, es infructuosamente perdida porque lo mismo,, con cortas excepciones (excepciones que no valen la pena del sacrificio de la vida), mandan todos los partidos; y para el que vive del sudor de su frente en un retiro, donde las plantas no crecen por influencia de Palacio, lo mismo es que mande el candidato A que el candidato B.”

Don Eugenio siempre fue didáctico como si para él la esperanza y el acto de escribir fueran un todo inseparable de ahí que sus prédicas, si ingenuas en ocasiones, no, fatigan. Incluso es posible que sus demasiadas frecuentes menciones directas o indirectas del tema de la política, sabiendo como sabemos que aunque de ideas conservadoras, no estaba afiliado a ese partido ni a ninguno otro, provengan de su pasión por sentar tesis. Pero es presumible que conservara su aprecio y respeto a los liberales que se portaban como el doctor Melendro, de quien dijo en un artículo: “era franco y leal con sus amigos como fiel a todos sus deberes.”

En el artículo autobiográfico, Mi Pluma, confiesa don Eugenio que nunca borroneó “ni un billete de amores, ni un pido y suplico, pero ni una décima siquiera” en cambio, como se desprende de otros apartes, era muy aficionado a la música, especialmente a la popular, y no se le escapaba un compás de torbellino y la mazurca. Murió soltero, pero no resulta aventurado suponer que admiraba apasionadamente a las mujeres. De lo contrario no demostraría esa especie de secreta complicidad con que analiza sus sentimientos y las íntimas razones que le impulsaron a obrar.

En el cuadro titulado El Gorro, escribe: “Oh, cuando yo vi por primera vez una mora de 18 años llevando sobre su cabeza (y no sobre la nunca) el gorro nacional emblemático, confieso que me quedé sobrecogido de una sorpresa indefinible. No hay adorno que enaltezca tanto una ceja negra y poblada, y unos ojos azabache, un conjunto de cara medianamente morena, como lo hace el turbante; ni hay fuera de este vestido femenino, sin exceptuar la crinolina, ninguno que hermosee tanto los cuerpos como los trajes de las moras. Y dónde ha visto usted esa mora? Me dirá alguno, En el coliseo le contestaré yo.” Y añade: “Poner el gorro, en sentido figurado, llamaban en mi tiempo a las conversaciones amatorias; no sé si esto será lo mismo que hoy llaman coqueteo.”

El martirio funeral de Eugenio Díaz, como lo califica Vergara y Vergara, terminó el 11 de Abril de 1865, en Bogotá. Casi diez años atrás había dicho en Mi Pluma: “viejo, enfermo y burlado de varias maneras e cuanto a mis intereses, mi pluma aparta de mi memoria recuerdos que serán poco agradables: es la esposa joven que peina mis relumbrosas canas…”

Del Rejo de Enlazar, dijo el crítico literario Isidro Laverde Amaya en 1890: “Todo se reduce a la pintura minuciosa de las haciendas de la sabana, de las cuales son dueñas personas acomodadas de numerosa familia, apenas separadas de sus vecinos por media legua de distancia….los niños que van creciendo se vuelven hombres, y el apego natural que los une de muchachos para hacer diabluras, para montarse en los potros, parea coger con las niñas los nidos de chisgas en los vallados y llenarse de barro y de agua en las crecientes de las quebradas, los une más tarde en los brazos del amor y Carlos y Fernando se casan con Margarita e Isabel. Este es el ligero tejido de una narración sencilla pero tan verdadera como una escena de la naturaleza; lo demás lo llenan simples episodios campestres en los que desempeña notable papel el Rejo de Enlazar, que resulta ser armonía socorridísima y oportuna del campesino. Ningún pormenor de las faenas agrícolas ha sido olvidado: desde la agradable ocupación de la ordeñadura y la limpieza de chambas hasta la completa descripción de la trilla, los rodeos y la siega.”

Hablando de Manuela, dijo Jorge Isaac: “Acabamos de leer la última página de la Manuela, y abierta sobre la mesa que escribimos está el libro. Difícil sería convencernos en este momento que no, hemos pernoctado en la choza de Malabrigo, que no hemos conocido a la simpática y desgraciada Rosa, a la pobre Pía, al cura y a don Demóstenes, que no hemos cazado con Dimas, ni acompañado en el viaje a Dámaso y a su amada; hemos, visto la sonrisa, oída la voz, admirado el talle de la dulce, casta y seductiva Manuela. Podríamos recurrir sin guía los bosques que el autor nos ha descrito, reconocer las aves por sus cantos, entrar en todas aquellas viviendas como un viejo amigo. Quién, después de leer la novela no se complacerá en visitar mentalmente muchas veces la casa de doña Patrocinio? Estamos en el umbral de su puerta. Don Demóstenes lee acostado en su hamaca y Ayacucho duerme a sus pies; Manuela canta y ríe en el interior; el cura reza en su breviario paseándose en el corredor de su casa; don Tadeo está en el balcón del Cabildo y sentimos contra él indignación y odio.”

Y prosigue:
“……..Todos hemos sonreído placenteros al oír las primeras palabras que tartamudea un niño amado. Todos los que desean a nuestra literatura nacional gloriosos días, habrán sonreído de placer también al leer páginas inmortales de la Manuela, y entusiasmados podrán exclamar al cerrar el libro : “La patria de un escritor como Eugenio Díaz, tiene literatura propia.”

Para concluir, debo decir inmensamente complacido, que los grandes escritores del siglo XIX y XX, han encontrado en la literatura de don Juan Eugenio Díaz Castro, la belleza de su estilo, su sentir político de la época, aunque no sea el nuestro en el Siglo XXI, y su amor infinito por el campo y a “Soacha su patria” y que si viniera temporalmente a ella, por estas calendas, reclamaría a todos por el abandono en que se mantiene su obra y su memoria.

Las autoridades soachunas de todo orden, tienen ahora la palabra, y no deben desaprovechar esta oportunidad para que tan ilustre compatriota salga del injusto olvido en que se ha mantenido su memoria, por culpa de muchísimos de sus compatriotas.

joseignaciogalarza@yahoo.es

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