¿Necesitamos una pedagogía contra el protagonismo?

Hace muchos años asistí a una comida de despedida de un programa de radio que tenía el privilegio de dirigir, organizada por los compañeros del grupo, en su mayoría humoristas. Uno de ellos, Juan Manuel Correal, conocido en su momento como Papuchis, se levantó súbitamente, pidió un micrófono y comenzó una improvisación de antología que todavía se recuerda entre risas. Fue una noche inolvidable.


Con su talento, y el aporte de compañeros trovadores del grupo Salpicón y del inigualable Oscar Iván Castaño, se desarrolló una velada que tuvieron la oportunidad de disfrutar también los otros comensales que habían llegado esa noche a cenar y que no tenían ni idea que se iba a desembocar una suerte de standup comedy de una factura indiscutible. Lo cierto es que fue tanta la risa y tan excelente el despliegue de humor que terminé teniendo un espasmo muscular y caí al suelo. Allí permanecí durante unos minutos, muerto de la risa.

Una media hora más tarde, aquella imagen mía tirado en el suelo ya estaba siendo abundantemente comentada en Facebook, sobre todo a partir de la observación que un espontáneo inoculó entre los opinadores: “Así lo queríamos ver: borracho, botado en el suelo, como el alcohólico que es”. ¡Dios santo! ¡¿Qué era esa vaina?!. Pues sí, alguien había tomado la foto y la había subido a esa red social y después habían llegado los consabidos comentarios.

Ese episodio me alertó de la peligrosa trampa en la que suelen hacer caer esas nuevas herramientas de la cuarta revolución industrial. A pesar de que muy de vez en cuando me tomo un trago, y de que pedí a quien había tomado la foto que la quitara, estoy seguro de que personas de distinta índole se quedaron con la información de que estaban observando a un periodista alcohólico botado como una piltrafa. No valieron las aclaraciones ni las precisiones, incluso de quien había tomado la foto. La historia quedó así, sin rectificación pero sin sustento.

En estos días he recordado el episodio a partir de los trinos desafortunados de mucha gente que después se ve obligada a arrepentirse y a retractarse, e incluso a dejar sus cargos y asumir las consecuencias de una forma de destierro o extrañamiento. Lejos, óigase bien, lejos de querer justificar dichos trinos por su misma naturaleza estúpida y mezquina, sí quisiera introducir un matiz para tratar de entender lo que está sucediendo. Y es que estoy convencido de que detrás de esos mensajes desafortunados en redes sociales está un deseo incontrolado de protagonismo que ha sido incrementado para la necesidad de ser relevante en una sociedad interconectada por millones.

No en vano la primera regla del maquiavélico Roger Stone –el hombre que se inventó a Donald Trump como candidato presidencial hace dos décadas—es precisamente una especie de apotegma incontrovertible en el mundo de hoy: es preferible ser un infame que no ser famoso. Yo diría que esa sentencia no se circunscribe a la política, sino a la actividad pública en cualquiera de sus ámbitos, los medios de comunicación incluidos.

Mucha gente, presa de la esquizofrenia de creer que, por ejemplo, Twitter es su medio privado de comunicación, cae fácilmente en la tentación de escribir, de decir cosas, de transmitir pensamientos sin control, sin pensarlos siquiera, con tal de ganar un espacio de protagonismo en la “red social”. Nadie, en la misma, quiere ser llamado irrelevante: nadie puede, si quiere ser relevante, dejar de ser protagonista.

El actual estado de cosas ha producido una paradoja: debes ser protagonista para ser considerado exitoso pero debes pagar un precio muy alto por ello. Dejar atrás escrúpulos, decencias, valores, límites éticos, si lo que quieres ser realmente es un protagonista del mundo de la vida, si es que lo queremos poner en términos fenomenológicos. Ya hemos visto cómo muchas personas se han lanzado al abismo, han dejado atrás cualquier miramiento o prejuicio y se han arriesgado, incluso renunciando a principios básicos, con tal de ser relevantes y permanentemente protagonistas de la opinión.

La quinta regla de Stone es precisamente otra que complementa a la primera: en política, lo único peor que estar errado es ser aburrido. Vuelve y juega, también se aplica más allá de la política. Ningún aburrido, diría uno, puede triunfar en esta civilización del espectáculo de la que escribió Vargas Llosa. (Dicho sea de paso, Vargas Llosa cayó en la misma trampa y ahora se habla más de él cuando sale de la mano de Isabel Preysler, la ex de Julio Iglesias, que cuando escribe).

Por eso, cada vez que encuentro esas perlas desafortunadas en redes, antes de atacar el error o la atrocidad en el argumento, pienso en el ser humano débil que hay en cada uno de nosotros –y en el caso, en ese ser humano débil que lo escribió—que no fue capaz de contener ese deseo íntimo, muy íntimo, de ser relevante, protagonista, mencionado, retuiteado y afamado. Así dure quince minutos y ahora mucho menos.

En esta sociedad de protagonistas que se matan unos a otros prima mucho el aumento del trastorno por déficit de atención e hiperactividad, TDAH, del que se ocupa tanto el filósofo Byung-Chul Han en su corto libro La sociedad del cansancio. Con esa circunstancia, es difícil controlar los impulsos motrices ya que la sociedad del positivismo y del éxito obliga a estar siempre arriba y no abajo, donde hay paz, tranquilidad, silencio, anonimato, que son herramientas fundamentales para la creatividad.

De manera, pues, que una salida para esta situación podría ser una especie de pedagogía contra el protagonismo, entendido como ese deseo manifiesto e incontrolable de ser reconocido –como sea—y ser considerado relevante. Quizás si somos menos protagonistas podremos ser más relevantes o más felices. Por lo menos la contención del riesgo sería mucho mayor. Creo que algo así podrían estar pensando a esta hora quienes cayeron –y seguirán cayendo—en esa trama cada vez más enmarañada y engañosa.

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