La culpa es de los profesores II
Si la forma de educar es escandalosa, lo es aún más la condición del sistema educativo. Si para el capital ha sido exitoso extender sus tentáculos sobre diferentes esferas de la vida humana por su capacidad de acumulación, para la educación ha sido infame.
Desde el momento que se concibe como un negocio lucrativo -y no hay necesidad de hacerlo explícito-, el propósito de educar pasa a un segundo plano e incluso a un tercero. Cuando el fin es la ganancia todos los procesos se subordinan y van cediendo paso, tanto como presupuesto, a su designio. No aumentar los índices de ganancia es perder, por lo que no importa recortar la inversión y aumentar la carga laboral de los trabajadores. Bien sea que se disminuya el salario (y aumentar menos de lo debido es disminuir), que se aumente el tiempo de trabajo o la intensidad del mismo (o todas las anteriores al tiempo), el objetivo es el mismo: la explotación más fina en función de la extracción de plusvalor. Como en toda empresa, estos proletarios de la educación no tienen más que su fuerza de trabajo para vivir y, como en otro tipo de trabajos, es lo que menos importa…
Las condiciones de los centros educativos y de quienes trabajan en ellos es lo de menos hoy en día. Lo que importa es que, como toda empresa, brinde beneficios a sus dueños, ¿dónde está entonces la vocación de quienes se dedican a la formación académica? Parece que dicha pregunta solo es válida para justificar el bajo salario de los docentes y su sometimiento a largas jornadas de trabajo que se alargan aún más con el trabajo extra que se debe realizar en casa. ¿Por qué los dueños de las instituciones no sacrifican sus vacaciones o sus autos por la educación? Esta es una pregunta prohibida dentro de las instituciones.
El docente es uno de los profesionales más subestimados en Colombia. No solo es responsable de uno de los trabajos más difíciles sino que es uno de los peor pagados. Parece pensarse que los docentes realmente no hacen nada, que su labor es sencilla. Pero su trabajo es realmente complejo, tanto así que llega a comprometer su salud física y emocional . El salario mínimo es por sí un insulto al trabajador, pues acolita la explotación más descarada, pero un salario mínimo ofrecido a un profesional es un abuso abierto. La explotación es el único interés aquí, por cuanto lo que importa es el número de horas presenciales laboradas. El tiempo para la formación y la actualización continua no hace parte de la planeación institucional, la investigación está ausente o, en todo caso, no remunerada. La lectura y la escritura son escasamente promovidas (el que se obligue a llenar actas no vale por escritura…).
La preocupación por el estudiante tampoco es desinteresada, se le concibe como simple representante de una suma de dinero, como cliente. Es más importante mantenerlo en las instituciones para seguir percibiendo la pensión (o el convenio) que corregirlo, pues hasta de su falta de atención y compromiso es más fácil culpar al docente que al estudiante. Siempre será preferible prescindir de un profesor que de un consumidor.
El buen docente ya no es el que se esmera en enseñar algo, en mostrar caminos u orientar procesos, el buen empleado ha ocupado su lugar en la burocracia de los formatos, las anotaciones y la papelería, cuyo objetivo principal no es otro que lavarse las manos de cualquier recriminación. El deber de los profesores no es enseñar sino cuidar de personas en guarderías más o menos grandes, los contenidos de las asignaturas son secundarios con respecto a las buenas notas, tanto como lo es la integridad de quienes se forman en relación con el registro de sus comportamientos anómalos.
En parte, somos los docentes quienes tenemos la culpa, pero no por falta de preparación o de gusto y compromiso por enseñar, tampoco es falta de vocación (ese caballo de batalla de la explotación), es por falta de agallas para enfrentarnos a las condiciones adversas a las que estamos sometidos; por falta de valor para hacer manifiesta nuestra inconformidad. Si algo debería ser enseñado es la búsqueda de la libertad, de la autonomía y la dignidad, pero ello no es posible solo con el señalamiento de conceptos, sino con su aplicación, mas, ¿hemos sido los docentes un modelo de autonomía, libertad y dignidad? ¿Hemos sido capaces algún día de demostrarle a nuestros estudiantes que es posible transformar el país? Si no somos capaces de transformar nuestras propias condiciones, la respuesta es negativa en ambos casos. El ejemplo que los estudiantes necesitan de sus profesores no es el de la santidad, el de no ser ellos mismos, sino el de la búsqueda por su realización personal y profesional, un ejemplo de alcanzar autonomía de criterio… en eso hemos fracasado…
¿Por qué hacer énfasis en la lucha y en la transformación? Porque una de las demandas más importantes de las sociedades es el cambio, la búsqueda de soluciones a sus contradicciones, y sobre todo, porque lo pertinente para la administración de turno no necesariamente lo es para la sociedad. Que una política de gobierno se erija como buena dista mucho de que lo sea en la realidad. El cambio se busca y se lucha, no se espera, de ahí que la obediencia ciega y la docilidad no deberían ser valores adecuados para los profesores, precisamente porque en eso sí somos un ejemplo.
Si la educación académica quiere procurar el cambio consciente de la sociedad debe tener como primera finalidad dicha función, mas si el lucro de unos pocos ocupa su lugar, dicha función está destinada al fracaso, salvo para los sectores preponderantes que de su propio dinero pueden pagar los requerimientos necesarios para una instrucción de calidad. Si los negociantes de la educación siguen desangrando los recursos en pro de sus propios intereses, no habrá cambio, solo la rapiña de quienes se aprovechan del trabajo ajeno. Si los docentes no cambiamos la pasividad con respecto a lo que ocurre, tampoco funcionará, pues el ejemplo que debemos dar es el de quienes luchan o en verdad no somos ejemplo. Si no cambiamos la sociedad en la que vivimos no podremos ser más que objetos, no sujetos.
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