Llorando por Galán
Eran casi las ocho de la noche de aquel viernes 18 de agosto de 1989 y, con mis compañeros de universidad, estábamos tomándonos unos tragos frente a Unicentro, en Bogotá. En esos tiempos sin código de policía uno podía sentarse en el borde de un andén, destapar media de aguardiente y armar una tertulia hasta la madrugada, sin que se lo llevaran a la URI o a un CAI.
Mis dos amigos y yo, estudiantes y amantes de la radio, solíamos estar pegados al transistor. Por eso apenas se produjo la noticia del atentado a Luis Carlos Galán lo supimos, tras escuchar el extra que lanzó RCN y que daba cuenta superficial de los hechos. Después ocurrió lo que se ha narrado tantas veces, y no lo voy a resumir o a repetir en este relato.
Solo quiero limitarme a recordar algo que ahora se me queda pegado a la cabeza. Digo, es algo que me ronda con frecuencia, por cuanto el paso de los años me ha agotado el llanto como una expresión de tristeza. Como me lo dijo alguna vez una abuela que entrevisté allá en el campo, los años hacen que la tristeza deje de mostrarse en las lágrimas y se pasa a vivir en la piel. Al semblante, que llaman.
En efecto, el asesinato de Luis Carlos Galán fue el acontecimiento político más importante de mi juventud y, de paso, un hecho fundacional y a la vez culminante de mi existencia: jamás había llorado tanto por una persona que no era de mi familia y jamás lo volví a hacer. ¿Será que se me secaron las lágrimas? ¿Será que se volvieron sangre y me recorren ahora por ese torrente de vida? ¿Será que se quedaron en la piel, en la actitud, en el talante?
Creo que la muerte de Galán fue la primera decepción que recibí de la vida, más allá de los lugares comunes de descubrir que papá Noel no existe, que el amor es una ilusión pasajera o que no todo lo que quieres los puedes tener. No. Me refiero a que la vida, es decir el mundo de la vida, te puede dar unos portazos en el alma que te dejan unas marcas para siempre, casi unas llagas.
A Galán lo conocí cuando era todavía un niño y él ya era el candidato presidencial más brillante y sobresaliente de nuestra historia reciente. Me devuelvo a 1982. El candidato, vestido con un suéter rojo, llegó en helicóptero hasta una sola despoblada del barrio Paraíso en Tunja. Descendió del aparato y sus acompañantes lo subieron a un camión de estacas en el que comenzó el recorrido.
Muchos niños como yo sentimos el ruido del helicóptero, lo localizamos en el aire y empezamos a seguirlo hasta que aterrizó. Incluso recuerdo que por estar mirando al cielo buscando ese misterioso aparato me caí varias veces y me pelé las rodillas. Pero llegué al potrero a tiempo y alcancé a unirme al coro que le daba la bienvenida al líder liberal.
En un momento mágico, Galán arengaba y repetía: ¡Multipliquémonos por cinco! ¡Multipliquémonos por cinco! Y todos aplaudían. Luego empezó a saludar a sus fanáticos y yo salté como una rana y le choqué la mano. Galán me miró y luego sonrió. Jamás olvidaré su cara, sus manos, el color de sus ojos, que ya eran tristes.
La correría del candidato por el barrio duró unos largos minutos más y luego siguió su camino, ignoro hacia dónde. Pero su presencia se seguía sintiendo, a pesar de que se había ido, y todo el mundo comentaba el acontecimiento de ese día. A los que éramos menores de edad nos quedaba clara la idea de que Galán era el hombre. El tipo que nos iba a sacar del atolladero en el que nos encontrábamos. Con esa ilusión seguimos creciendo hasta que en 1989 le dieron piso a nuestra ilusión.
En verdad, treinta años después, y tras leer el libro de María Elvira Samper sobre 1989 caigo en la cuenta de que ese crimen afectó gravemente la autoestima de mi generación. No volvimos a creer en nadie ni en nada que en este país se vendiera como ilusión de cambio, porque sabíamos quiénes de verdad lo habían asesinado: los mismos que no lo habían defendido.
Galán fue un hombre que se marchó hace tres décadas, pero al que seguimos recordando con mucha nostalgia.
Era un hombre que había llenado de esperanza a un país y que hubiera significado un salto ético en nuestras costumbres políticas. Pero la ucronía nos enseña que no debemos hilar delgado con lo que pudo haber sido y no fue. Mejor intentar seguir tratando de dar buenos ejemplos en vez de caer en la tentación de sentarse a dar buenos consejos. Es el mejor homenaje que le podemos hacer al paso de ese hombre por nuestra existencia.
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