Elogio de la vida correcta

La otra tarde caminaba por ahí cuando en una esquina me encontré con un viejo conocido –¿viejo amigo?– que había sido muy famoso, y famoso además por su difícil temperamento. Siempre tenía que ser el centro de las conversaciones y sus sentencias eran tan afiladas como lapidarias. Por eso, y por otras cosas más, pocos lo querían.


Como no pude evitarlo, pues me encontré de frente con él, lo saludé, distantemente, y le pregunté: ¿qué hay de su vida? ¿En qué anda? ¿A qué se dedica ahora? Y él, mirándome fijamente, me dijo: –Ahora me dedico a ser una buena persona.

Me quedé callado. Esa no era una respuesta que yo esperara. De modo que sonreí y le pregunté cómo podía uno dedicarse a ser una buena persona, o sea, cómo se podía ejercer esa “profesión”.

–Viviendo de una manera correcta –respondió.

Y me explicó que para él vivir de una manera correcta era, básicamente, hablar poco, escuchar más, caminar más lento, sonreír a menudo y procurar al máximo no hacerle daño a nadie, especialmente de palabra. “No hay nada más peligroso y mortal que las palabras, más cuando se dicen sobre alguien que no está presente”, añadió.

La vida correcta, le dije, suena a veces como una vida sin sal y sin azúcar. Una vida un poco desabrida, monótona y medrosa. Medrosa en el sentido de que se podría caer en el temor permanente, por ejemplo, de andar diciendo lo que no se debe y de andar ofendiendo a la gente.

–No, ahí está el error. La vida correcta no es medrosa. Al medroso Dios lo castiga. La vida correcta es echarle sal cuando está desabrida y azúcar cuando está amarga. La amargura y la desazón son lo que nos lleva a desquitarnos de los demás. La clave está en los ingredientes justos para el momento adecuado. El exceso de alegría nos estrella con la realidad y el exceso de tristeza nos lleva a la muerte.

Cuando me despedí del amigo, tuve la sensación de que algo tuvo que haberle ocurrido para que ahora dijera cosas que jamás le había oído. ¿Qué pudo haberle pasado?

Por ahora, creo que el paso del tiempo sí ayuda a ponderar las cosas, a ubicarlas en su justa medida, a mirarlas con detenimiento y cuidado antes de valorarlas con los riesgos que da la prisa. Pero, y sobre todo, creo que no hay nada que ayude más a valorar las cosas en su justa medida que un largo curso en el dolor. El dolor te da perspectiva y, quien lo creyera, el dolor enseña y te da calma.

Como todos los seres humanos, ese hombre detestable puede ser bueno, o volver a ser bueno, si entiende y reacciona ante el poder transformador del dolor. Porque todo dolor que se causa a otro es y siempre será un dolor que se causa a uno mismo.

Pensándolo bien, cada día conozco a más y más gente decidida a vivir una vida correcta. Gente que estuvo en el poder, que lo tuvo y utilizó. Y que después lo perdió o simplemente dio un paso hacia la vida tranquila. Creo que no es difícil cuando de verdad se tienen los pies sobre la tierra.

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