La esquizofrenia del perdedor
El gran fracaso de nuestra sociedad es, paradójicamente, haber dejado crecer el modelo de progreso que divide a los hombres entre ganadores y perdedores.
Es paradójico, ciertamente, porque la balanza entre unos y otros es por naturaleza desigual, ya que son pocos los que “ganan” y una inmensa mayoría los que “pierden” según el espejismo que el modelo se inventó: la premisa que se impuso es que la vida es un concurso, cuando en sí misma debería ser una fiesta.
Incluso filósofos han abordado el asunto desde aristas diversas y profundas, como cuando Nietzsche hablaba de la tragedia como goce de vida, y elevaba el dolor y la soledad –para otros, la pérdida– a una categoría sublime, casi de un espíritu superior.
Hoy, en lo que vemos y asistimos, encontramos otra cosa que ha dado paso a un engendro: hordas de “perdedores” que se solazan con la “derrota” de los ganadores y se ufanan de ello, sin entender, precisamente, que para un ganador la derrota es el alimento en el que basa su victoria.
La leyenda dice en nuestro criollo entorno que Francisco Maturana y Hernán Darío Gómez entraron en pánico con las épicas victorias de la selección Colombia de fútbol del Pibe Valderrama y el Tino Asprilla, como el famoso 5-0 ante Argentina, porque al “pueblo” solo le serviría de ahí en adelante el campeonato mundial. Lo demás sería un fracaso.
Y después pasó lo que pasó. Esa esquizofrenia del perdedor que devora al que triunfa, alimentada por diferentes fuentes, incluidos los medios de comunicación, no condujo a la victoria sino a la derrota. El círculo vicioso perfecto.
El turno ahora le correspondió a Nairo Quintana. A esas hordas de “perdedores” solo les sirve la victoria permanente y constante de un deportista consagrado y talentoso, porque lo contrario será un fracaso –para él– aunque una victoria para ellos: su éxito reside en que los ganadores –los disciplinados, los que se esfuerzan– pierdan para que así todos queden iguales, igualados por lo bajo, por decirlo así.
De ahí que ese modelo deba ser replanteado con urgencia, porque de lo contrario, en el corazón mismo de esa esquizofrenia, siempre producirá por lógica más fracasos y menos triunfos, así la derrota sea parte misma del camino a la victoria.
Ese mismo modelo es el que ha replanteado los valores y parámetros de lo bello y lo feo, elevando lo bello a la categoría de victoria: ser feo, por el contrario, es una derrota, es un fracaso de la vida.
Esa cátedra que se dicta a diario sobre cómo alcanzar el éxito como meta de la vida –triunfar a toda costa, ser bello a las buenas o a las malas, con o sin bisturí– es en verdad un veneno que las sociedades débiles beben para autoeliminarse.
El verdadero camino que debería enseñarse es aprender a distinguir muy bien entre perder y fracasar, dos palabras distintas con significados vitales totalmente diferentes.
Las sociedades fuertes, por el contrario, abrazan y acogen con respeto y admiración al que pierde y vuelve y lo intenta, porque su experiencia será fundamental para evitar y corregir los errores que obviamente ocurren en cualquier empresa humana.
Las débiles, como la nuestra, golpean y entierran al que pierde porque supuestamente fracasó en el intento.
¿Cómo salir de ese laberinto? Con una educación que privilegie los valores de la tenacidad y la templanza, el valor de los procesos y la dignidad del ser humano que se empeña en alcanzar sus objetivos: así no lo logre siempre, así no lo corone siempre. Su victoria será su empeño.
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