Bogotá se merece un río para vivir
París tiene al río Sena, Londres al Támesis. La bella y aristocrática Viena, así como Bratislava y Budapest, tienen al Danubio que las baña y atraviesa. Por Maguncia, la tierra de la imprenta de Gutemberg, discurre el Rhin. En Washington se admira al Potomac y en San Petersburgo al Neva, desde el que se puede apreciar la arquitectura imponente del Palacio del Hermitage.
Estambul y Buenos Aires también tienen mucha agua a su alrededor. Nueva Orleans canta al río Misisipi desde Bourbon Street y sus incontables grupos de jazz. En Liubliana, la pequeña y entrañable capital de Eslovenia, las tardes se pasan caminando o tomando una cerveza en los cafés y restaurantes construidos al lado del río Lubianica, o río del amor. En Roma, el Tíber; en Praga, el Moldava, que ha llegado a crecer tanto que ha causado inundaciones.
Calles antiguas de Lisboa admiran al río Tajo. En Turín, al Po. Moscú tiene al río Moscova, que en determinados tramos tiene un olor particular, como azahares podridos. El Amstel baña a Amsterdam. Samara, una lindísima ciudad rusa que alguna vez fue ciudad cerrada –no aparecía en los mapas por razones de seguridad—es bañada por el río Volga, imponente y limpio. Y así.
La lista es interminable. Grandes ciudades del mundo viven alrededor del río, crecen a su lado, vibran por él. El río es vida; el agua es porvenir e ilusión. La corriente lleva y trae el progreso; el barco, el romance y el adiós. Los grandes ríos del mundo son admirados y conservados por quienes los quieren y aprecian. No faltan críticas y polémicas, pero sobreviven y traen felicidad a la gente.
No estoy tan convencido de que las comparaciones sean tan odiosas como dicen. Compararse es bueno si es para bien y con un propósito encomiable. Las grandes ciudades plantan sus metas a partir de lo que otras han logrado. Y Bogotá, si bien no está atravesada por el río que lleva su nombre, nada más y nada menos, no debería abordar tan olímpicamente la cruzada para salvarlo.
Hace décadas que se viene hablando del rescate del río Bogotá. No lo hemos logrado: todo se queda en anuncios, en debates, en discusiones. Y en corrupción, porque plata para estudios y proyectos ha habido desde hace años. Pero su rescate, que significa que deje de ser una cloaca y pase a ser navegable, podría traer progreso a una parte importante de la ciudad que transcurre cerca de su lecho.
No sé cómo describir la encrucijada de Bogotá sin caer en el lugar común de destacar sus defectos por encima de sus cualidades, que son muchas. Lo he dicho varias veces y lo repito a diario: esta es una ciudad entrañable en la que siempre hay un pan sobre la mesa. Pero el estancamiento en el que se encuentra es pavoroso: muy insegura, colapsada, apedreada, vandalizada, sin metro. Y sin río.
No les falta razón a quienes dicen que deberíamos salvar más bien al río Magdalena. Pero ya vimos en que quedó el famoso proyecto Navelena, que quería volver a la navegabilidad del río más importante de Colombia, y que terminó acechado por los tentáculos de Odebrecht. O al Atrato. O al Cauca: todos tienen razón.
Solo que en este caso me quiero ocupar de Bogotá, donde la desesperanza cunde y no veo motivos para que desaparezca en los próximos años si se sigue gobernando con odio, echándole la culpa al otro, mirando siempre hacia atrás: gobernando mediocremente por los mediocres que la quieren sepultar en el caos, como si deliberadamente se buscara el colapso de la capital colombiana.
Cuando uno llega a Chicago, le echan un cuento que puede verificarse en parte. Era tal la contaminación del río Chicago que un día un alcalde, en los años sesenta, decidió echarle al agua grandes cantidades de fluoresceína, para detectar quiénes eran los que la estaban pudriendo con su basura. La idea funcionó. El río adquirió una llamativa tonalidad verde, que permitió delatar zonas y elementos que delataban a los contaminadores.
Con el tiempo, ante las protestas de ambientalistas, la fluoresceína se cambió por un tinte de origen vegetal que se usa para que el río Chicago adquiera el color verde los 17 de marzo, cuando se rinde homenaje a San Patricio. En barco o desde la orilla, es muy llamativo ver un río coloreado por unas cuantas horas. Y hoy el río vive, por fortuna. Es fundamental para el turismo y para el transporte en la Ciudad de los Vientos.
Ya sé lo que muchos están pensando: ¡Si no tenemos metro, si no tenemos calles en buen estado, si no hay seguridad en las esquinas y en los parques, mucho menos vamos a tener río! Creo que los futuros alcaldes o las futuras alcaldesas no deberían echar al agua sucia la posibilidad de rescatar al río. Esta ciudad a la que le debemos tanto merece ese mínimo acto de cariño.
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