De la gripa española al COVID-19 en Bogotá

Por: María Fernanda Durán-Sánchez

Al igual que hace 102 años, la celebración del cumpleaños 482 de Bogotá coincide con otra enfermedad contagiosa. Salvo la solidaridad y el pensarnos en plural, no fueron muchos los aprendizajes de la experiencia pasada, durante la llamada Gripa Española de 1918.

En 1827, a raíz de la profanación de la Capilla del Sagrario, el padre Francisco Margallo sentenció que “un 31 de agosto de un año que no diré, sucesivos terremotos sacudirán a Santa Fe”. Desde entonces, cada agosto, la gran mayoría de los capitalinos recibían temerosos el mes, el mismo en el que también celebramos las efemérides de la capital del país y de la Batalla de Boyacá con la cual, finalmente, nos emancipábamos de la Corona Española.

Aquellos que contaban con recursos salían de la ciudad los días previos, mientras que quienes se quedaban elevaban oraciones para que ese año no fuera el señalado por Margallo.

A mediados de octubre de 1918, llegó la peor pandemia de gripa en la historia de la humanidad. Arribó a Bogotá, dejando a su paso, en una capital que para entonces contaba con cerca de 120.000 habitantes, alrededor de 1.500 muertos y 40.000 enfermos. Las imágenes dantescas de cadáveres, algunos en fuerte estado de descomposición, y de enfermos agonizantes en medio de la vía pública, daban cuenta de la letalidad de la enfermedad contagiosa.

Los sepultureros no daban abasto y los cementerios no contaban con el espacio suficiente para enterrar los muertos que llegaban en las llamadas carrozas macabras, sencillas carretas de tracción humana que se utilizaban para trasportar la leche y que debieron ser usadas para recoger los cuerpos en su mayoría de hombres y mujeres que, para sorpresa de muchos —incluso del cuerpo médico bogotano—, oscilaba entre los 20 y 40 años, lo cual se constituía en una novedad, teniendo en cuenta que anteriores brotes de gripa habían hecho estragos entre la población infantil y los adultos mayores, sus víctimas predilectas.

La ciudad se paralizó por completo. Las escuelas y universidades interrumpieron sus clases; el Senado dejó de sesionar, porque los representantes empezaron a enfermar y no se lograba el quorum requerido; la gente reclamaba el liderazgo de un presidente de la república, Marco Fidel Suárez, del que no se supo prácticamente nada durante la crisis, salvo su profundo estado de abatimiento por la muerte de su hijo en Estados Unidos, como consecuencia de la misma enfermedad que llegaba inclemente a recorrer las calles bogotanas.

Los trabajadores de los tranvías y, especialmente, de los telégrafos, conscientes de la importancia de tener a la ciudad comunicada en medio de la epidemia, hicieron un gran esfuerzo por mantenerse en sus puestos de trabajo, pero con el pasar de los días empezaron muchos de ellos a caer enfermos y la ciudad quedó a merced de una epidemia que para entonces era entendida como una patología letal ocasionada por una temible bacteria.

Ante el colapso de los hospitales de la ciudad fue necesario la creación de los llamados «hospitales provisionales», que en justicia, se trataba de espacios en los que la higiene no hacía presencia alguna. Los numerosos enfermos que a diario llegaban se encontraban con un local sin camas, muchas veces sin ningún tipo de ventilación, sin la presencia permanente de un cuerpo médico, que trabajaba sin descanso, y, resignados, se acostaban en el piso con muy poca distancia entre ellos, con tan solo una bacinilla y la esperanza de sanar.

Las iglesias se cerraron y los sacerdotes llamaron a sus feligreses a que se abstuvieran de ir a misa en un momento en el que todos invocaban la misericordia divina. En algunas parroquias y en otros escenarios improvisados se instalaron varios comedores, en los que se entregaban alimentos a quienes más los necesitaban. En una Bogotá profundamente católica, como la de comienzas de siglo XX, el llamado era a que la caridad se viera en acción y que se velara por el cuidado de los llamados «menesterosos».

Si bien la gripa, como ocurre con casi todas las enfermedades de carácter contagioso, ataca a todos por igual, son las clases populares las más afectadas dada la precariedad de su calidad de vida. En ese sentido, no sorprende que, en el llamado Paseo Bolívar, el sector más deprimido de la ciudad, y que se ubicaba bajo el cerro tutelar de Monserrate, en la actual circunvalar, la muerte hiciera presencia implacable entre su gente, la cual vivía en su gran mayoría en chozas, casi todas conformadas por una sola habitación, en la que residían familias numerosas ubicadas desordenadamente en medio de calles sin pavimentar, sin servicios públicos y en la más deprimente pobreza.

Ciento dos años después, la celebración del cumpleaños 482 de Bogotá y de los 201 años de la Batalla de Boyacá, nos encuentra cercados por otra enfermedad contagiosa, esta vez ocasionada por un virus diferente, que a la fecha ha cobrado más de 3.000 víctimas y ha contagiado a más de 100.000 ciudadanos. Lo lamentable es que, salvo la importancia de ser solidarios y pensarnos en plural, como aquellos colombianos que lucharon en la Batalla de Boyacá, la nueva epidemia nos llega sin mayores aprendizajes de la experiencia pasada, como la de la llamada Gripa Española de 1918 que azotó a Bogotá.

Fuente: el espectador

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