El domador de serpientes

Ahora que David Sánchez Juliao se ha ido, es necesario que nosotros -los que lo conocimos- le rindamos un tributo a su talento, para que no se quede la ilusión de que en Soacha lo tratamos como a un solitario incomprendido.


Para entender a este escritor encumbrado, leal a su áspera barba de patriarca ortodoxo, y a esas gafas cuyas monturas alguna vez lo llevaron de bruces sobre su propia lucidez, basta con haber leído un poco a William Faulkner y un poco también, desde luego, a François Rabelais. Entre lo que ambos narran está todo lo que nos contó sobre su obra David Sánchez Juliao hace doce años en un conversatorio para jóvenes soachunos, cuando algunos –como yo- todavía avizorábamos el sueño de convertirnos en escritores.

Los que fuimos a su charla sabemos que el Ministerio de Cultura lo había enviado a Soacha, como a cualquiera de esos tantos artistas nacionales a quienes les tocaba asumir el disparate de contar de región en región, las anécdotas que marcaron su vida para llevar a feliz término su obra. En su juventud debió ser un lector prematuramente serio, que ingeniaba sus tretas para que entre las historias de Lorica (su pueblo) y la agitación política cupieran varios cuentos de Poe, unas cuantas novelas de Dostoyevski y varios tomos del refranero español. No se ha podido saber cómo aquel intelectual de provincia, que tenía todo lo que se necesita para ser un refinado e inoficioso intelectual, se convirtiera de pronto en un sofisticado narrador de aventuras, rebosantes de sátira, embrujadas por el mar y el salitre, como ingredientes propios del encanto caribeño. Aquella vez, en la biblioteca del Centro Cultural, mientras nos hablaba de la vocación del oficio de escribir, parecía, en realidad un hombre capaz de esculpir con su palabra una escultura al arte de la imaginación.

Sin embargo alguien –con su oculta intención, desde luego- en aquella oportunidad le preguntó cuál era el secreto para ser escritor, y él, con todo el furor polémico de su creatividad, le respondió que no lo sabía, pues lo único que lo había llevado a escribir era su arraigada convicción de querer universalizar orgullosamente el corronchísmo. Comentó que si las sondas Voyager habían enviado mensajes terrícolas en busca de inteligencia extraterrestre, el escritor debía escribir pensando en que su obra tendría que estar incluida en esos mensajes. Es decir, debemos sentirnos incomprendidos con el mundo. Desde entonces siempre recordamos sus palabras, transitando en nuestras memorias inadvertidas, a pesar de que en mi caso han nacido otras aficiones, y he vuelto a ser un hombre sereno, curado de todos los impulsos idealistas.

Como sabemos que la vida tiene que cumplir con desgracia un itinerario trágico, como lo fue su muerte, era apenas obvio que los que allí estuvimos dijéramos estas palabras en su nombre, para que los futuros escritores de Soacha vayan tratando de desprenderse de lo superficial, y admiren la incomprensión como una predisposición al arte de las letras.

A nosotros -personalmente- nos va a hacer falta Sánchez Juliao para que su presencia continuara como espectáculo de inteligencia; como motivo incomparable para pensar la vida, y sus textos como consejeros insustituibles para olvidar algunas de nuestras tristezas. Pero, principalmente, nos hará falta su cercanía con la inmortalidad.

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