El periodismo, los cocteles y la defensa del WhatsApp

Por Juan Manuel Ruiz.

Hubo una época en que los periodistas de Bogotá teníamos en nuestra agenda muchas opciones para reunirnos con las fuentes, tomar un trago –un whisky, a lo mejor-, comer algunas colombinas de pollo –en los cocteles importantes decían que los periodistas de radio comíamos más que los demás-, conocer funcionarios, ministros, embajadores, congresistas, conocer colegas y hacernos a la idea de que ocupábamos un lugar en el oficio, lo que nos daba cierto aire de importancia.

Esas opciones eran, básicamente, los cocteles. Si uno quería y podía, tenía cómo ir a uno todos los días de la semana laboral. Porque desde el lunes por la mañana se empezaban a recibir las invitaciones. Llegaban por correo, en sobre sellado, a nuestro nombre. Si era una entidad del Estado, el sobre estaba marcado de manera genérica: señor(a) periodista y en seguida el nombre. Luego, adentro, la invitación correspondiente, casi siempre citada a las seis de la tarde, para que comenzara una hora más tarde. Si era una empresa privada, la invitación era más lujosa y zalamera, con un toque de originalidad.

Los cocteles eran ese lugar privilegiado para las relaciones públicas en el que cada quien tenía un interés marcado y preciso, solamente matizado por la cordialidad de quien lo coordinaba –un jefe de prensa o una agencia de comunicaciones—siempre sonrientes, felices, prestos a presentarte “al personaje” y a hacerte sentir especial, con la gradualidad obvia del tipo de medio al que representabas. No era lo mismo uno de revista o de prensa escrita, a uno de televisión o de radio. En esos tiempos, la prensa escrita tenía un peso mayor: el que daba la posibilidad de quedar con nombre propio para siempre en la historia.

Eran años en los que aparecer en el periódico lo era todo. Los políticos se desvivían por salir en la foto, ojalá con una nota al margen amable y elogiosa, y los periodistas se desvivían a su vez por firmar la nota, porque ese era el sello indeclinable del prestigio. Y si tú, que no eras de ese medio, aparecías por allí, pues bienvenido, porque se empezaban a dar los primeros pasos para ganarse un nombre, un nombre propio. A los “personajes” en todo caso les encantaba coleccionar los recortes de los periódicos en los que aparecían, porque ese era el testimonio imperecedero de su labor o su importancia.

Solían ser generosos los dichosos cocteles en cuanto a viandas o pasabocas, repartidos estratégicamente con el paso de los minutos, al igual que el whisky –no daban aguardiente, a no ser que fuera para presentar una feria o lanzar a algún cantante que nunca pasó de su primer sencillo—y podían prolongarse algunas horas, las suficientes para que todos salieran convencidos de que el juego del poder y de los intereses creados siempre ha pasado por esa combinación infalible de comida y trago.

Incluso desde esos tiempos –los míos, los de los años noventa— ya era práctica aceptada que en algún momento del coctel –si era necesario—se hiciera una rifa, que necesariamente debía dar ganador a alguno de los periodistas. Grabadoras, libros, viajes, invitaciones a restaurantes para dos personas, en fin. De allí se salía copetón o embolsillado y en todo caso “amigo”.

En esas reuniones, los periodistas que apenas comenzábamos en el oficio admirábamos a los más veteranos que tenían una relación especial con el señor ministro, cordial o cómplice, casi nunca altanera, y los envidiábamos porque sabíamos que ese colega nos iba a ganar y seguramente mañana iba a publicar algún secreto, alguna exclusiva que nos haría sentir derrotados y verdes todavía. Recuerdo a más de uno; ahora los veo en otro plan, casi tres décadas después, y no puedo creer en lo que se convirtieron, unos y otros: ¿cómo pudimos en su momento admirar a gente así?

El paso de los días fue apagando las luces electrizantes de los cocteles y el escenario se fue tornado opaco en vez de lo luminoso y atractivo que un día fue, una puesta en escena para que cada quien representara su papel, dependiendo del rol principal o secundario que desempeñara en ese instante retratado. Hoy en día queda uno que otro, pero ahora los cocteles son más selectivos, menos abiertos y más privados.

Y en la práctica se volvieron inaccesibles. Comenzando porque acudir de noche a un sitio en Bogotá es un pasaporte seguro, una candidatura ganadora para el crimen. Nadie atraviesa una ciudad para ir a un coctel a conocer un personaje o una noticia. Nadie se devuelve a la casa tarde en la noche después de conocer a un pelele o a un baboso y fuera de eso tener que madrugar de nuevo para emprender la jornada.

Ahora, las redes sociales y las tecnologías basadas en Internet lo cambiaron todo. Los cocteles ya no son necesarios y tanto periodistas como funcionarios prescindieron de ese escenario para conocerse. Es más, creo que a unos y a otros no les interesa mucho verse en persona. Basta con chatearse, ir a almorzar alguna vez y mantener contacto por WhatsApp o Telegram, sin que medie el contacto en vivo y en directo, que suele ser un tanto incómodo.

Y hay un hecho adicional que añado con algo de nostalgia. Con el paso del tiempo, es decir, con las horas de vuelo que se adquieren en este oficio, conocer “personajes”, como ministros o algo así dejó de ser interesante. La brillantez, originalidad, inquietud, que caracterizó a muchos en su momento se fue borrando con el paso de los años. Me explico: cuando comenzaba a dar los primeros pasos en esta profesión era fácil deslumbrarse con nombres, cargos, proyectos, apuestas políticas, y un largo etcétera.

Ahora no. Las relaciones son mucho más frontales, más horizontales, más de tú a tú, en la medida que cada quien iba quedando en sus platas, con su valor exacto.  Hoy, cuando es claro que cualquiera puede ser ministro o senador, que cualquier farsante puede convertirse en figura nacional, francamente no hay mucha disposición para la pérdida de tiempo que significa una interacción de esa naturaleza.

Creo que eso también ha influido en el desinterés que hoy pueda haber alrededor de un coctel por el estilo de los que existían en aquellos años. El conocimiento de la especie humana generalmente es un camino plagado de desilusiones, propias y ajenas.

De allí que el WhatsApp sea la herramienta ideal. Con frialdad se le pueden hacer preguntas concretas y frenteras a una fuente caprichosa o esquiva, y quedará el testimonio de lo escrito. Pero también se puede sostener una relación amable y respetuosa que no pase necesariamente por el manoseo de aquellos tiempos de coctel.

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