Uno de los pueblos más fríos de Cundinamarca llama la atención por su altura y sus paisajes: queda muy cerca de Bogotá

En las alturas de la cordillera Oriental, un pueblo de Cundinamarca sorprende por su clima, su belleza natural y el sosiego que envuelve sus días.

A tan solo unos kilómetros del bullicio capitalino se levanta un municipio que parece detenido en el tiempo. Allí, entre montañas cubiertas de neblina y praderas que se extienden hasta perderse de vista, el aire se siente más limpio, el silencio más profundo y el paisaje más generoso. Así es La Calera, uno de los pueblos más fríos y encantadores de Cundinamarca, un destino que combina la calma del campo con la cercanía a Bogotá.

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Ubicado a 18 kilómetros de la capital, este municipio forma parte de la provincia del Guavio, y llegar hasta él toma apenas media hora por carretera. Sin embargo, el cambio de ambiente es radical: el ritmo urbano queda atrás y el viajero se sumerge en un territorio dominado por montañas, quebradas y valles que se abren paso entre la cordillera Oriental.

De acuerdo con la Gobernación de Cundinamarca, La Calera se encuentra a una altitud cercana a 2.700 metros sobre el nivel del mar, lo que explica su clima frío y su vegetación exuberante. “El municipio está rodeado de montañas y cuenta con varios cuerpos de agua, como el embalse de San Rafael, que es una fuente importante de abastecimiento de agua para Bogotá”, señala la entidad.

Cientos de personas suben cada fin de semana a disfrutar de sus miradores, espacios que se han convertido en verdaderos balcones naturales sobre la sabana.

Desde allí, el paisaje parece infinito. Las luces de la ciudad se encienden lentamente mientras el viento corta el aire y el cielo se tiñe de tonos naranjas y violeta. Para muchos bogotanos, mirar el atardecer desde La Calera es casi un ritual: un plan que combina el frío, la vista panorámica y el aroma del café o del chocolate caliente que se vende en los restaurantes y paraderos de la zona.

Un territorio con raíces profundas

La historia de La Calera se remonta a los tiempos prehispánicos, cuando este territorio era habitado por comunidades muiscas. Los cronistas cuentan que la zona era conocida como Teusacá, un nombre de significado discutido: algunos aseguran que significa “prisión”, mientras que el escritor Joaquín Acosta Ortegón propuso que su traducción sería “cercado prestado”.

El nombre actual del municipio tiene otro origen: proviene de las antiguas minas de caliza o caleras que se encontraban en sus alrededores y que fueron la base de su desarrollo económico en tiempos coloniales. De ahí que, con el paso de los años, el poblado adoptara el nombre de La Calera.

En la actualidad, su economía conserva un fuerte vínculo con la tierra. La agricultura sigue siendo una de las principales actividades productivas, con cultivos de hortalizas, flores y frutales que se distribuyen hacia el mercado bogotano. A esto se suma la ganadería y la producción de lácteos, pilares del sustento local. En los últimos años, además, el turismo se ha convertido en un motor económico en crecimiento, gracias a su cercanía con la capital y sus paisajes que invitan al descanso y la contemplación.

Entre montañas, agua y tradición

Uno de los mayores tesoros naturales de La Calera es el embalse de San Rafael, un espejo de agua que refleja los tonos verdes de los cerros y el gris plateado del cielo. Este embalse, administrado por la Empresa de Acueducto de Bogotá, no solo cumple una función vital al abastecer de agua potable a la ciudad, sino que también es un espacio ideal para quienes buscan reconectarse con la naturaleza.

La Secretaría de Ambiente de Bogotá describe este lugar como un entorno de “imponentes montañas y ecosistemas que, con un ambiente cargado de flores coloridas y del verde intenso de las hojas, impregnan de magia uno de los sitios naturales más emblemáticos e importantes que tiene la ciudad”.

Caminar por los senderos que rodean el embalse, respirar el aire húmedo que baja desde las montañas o simplemente escuchar el rumor del agua, es una experiencia que combina la serenidad del campo con la imponencia de la naturaleza andina.

Pero La Calera no solo es paisaje. Su casco urbano conserva un aire pintoresco, con calles empedradas, fachadas blancas y balcones de madera adornados con flores. En el corazón del pueblo se levanta la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, una construcción de gran valor histórico y arquitectónico que se ha convertido en uno de los símbolos más reconocibles del municipio.

Un pueblo que celebra el sol, las estrellas y la alegría

A lo largo del año, La Calera se llena de color y música con sus celebraciones tradicionales. Entre ellas destacan el Festival del Sol y la Astronomía, un evento que une la cultura local con la observación del cielo nocturno, y el Festival del Patiasao, una fiesta popular que resalta el humor campesino y el ingenio de sus habitantes.

Cada festividad es una oportunidad para que los calerunos muestren su hospitalidad y orgullo por su tierra, compartiendo con los visitantes su gastronomía, su música y su manera tranquila de vivir.

Un refugio entre la neblina

Quien visita o vive en La Calera entiende pronto por qué este rincón se ha convertido en uno de los destinos preferidos por quienes buscan escapar del ruido capitalino sin alejarse demasiado. Sus montañas cubiertas de neblina, sus fincas rurales, sus miradores naturales y su gente amable conforman un paisaje donde el tiempo parece avanzar más despacio.

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A veces, mientras el frío cala las manos y el viento silba entre los pinos, basta mirar el horizonte para entender que este municipio, con su mezcla de historia, naturaleza y tradición, encierra el alma misma de Cundinamarca que pronto se conectará con un cable aéreo.

Foto: redes sociales

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