En defensa de la risa políticamente incorrecta
Desde el 7 de enero de 2015, pienso en lo ocurrido en las oficinas de Charlie Hebdo y trato de imaginar lo que pasaría si constriñéramos la función social de la risa y la burla para unos casos específicos sin la posibilidad de ver la otra cara del espíritu de un pueblo; me refiero al lado grotesco, al irreverente, al de mal gusto, al cínico, al blasfemo y al subversivo.
Es ahí donde me pregunto ¿de cuándo acá el humor debe ser políticamente correcto? dentro de la libertad de expresión ¿qué cosas se pueden decir y qué cosas no? Hasta hace poco pensé que la risa y la burla ayudaban a dinamizar las verdades absolutas y ofrecían levedad a esos conceptos robustos y pesados que se alojan en los discursos de algunas instituciones hegemónicas; creí que esa era una de las funciones sociales de la risa y la burla; también pensé en la función catártica de distender ciertas circunstancias que causan tensión en el interior de una comunidad. La risa, pensé, entraña un distanciamiento que inicia con uno mismo, con la posibilidad de distorsionar la realidad y transmitir esa deformación a los otros, con la cual, se pueden establecer nuevos límites.
Entonces, recordé algunos aportes que lo burlesco, lo blasfemo y el mal gusto han ofrecido al mundo; de hecho, llegué a la conclusión de que la risa (chabacana o glamurosa) es uno de los motores de la Humanidad, tal y como la conocemos. Fue inevitable traer a colación autores y artistas de otros tiempos, a la Escuela Cínica de la Antigua Grecia fundada por Antístenes y Diógenes, quienes reinterpretaron y dieron otros significados a los principios de la “civilización” a través de sus excentricidades y de la incomodidad que suscitaban a los seres humanos de su tiempo. Pensé, también, en Aristófanes y su obra Las Ranas en la cual el autor ridiculiza al dios Dioniso mostrándolo como un ser cobarde y bruto; al mismo tiempo que convierte el universo simbólico de los dioses griegos en un espacio apto para la burla y el chiste.
Luego me detuve en Rabelais con sus festines burlescos en Gargantúa y Pantagruel, obra que para algunos críticos se inscribe en el estilo grotesco y que ha suscitado un debate entre algunos historiadores sobre la incredulidad y el ateísmo en el siglo XVI. De forma similar, pensé en Voltaire y su tragedia, Mahoma o El fanatismo, la cual fue prohibida en 1742. En dicha obra, el autor combatió abiertamente el integrismo religioso del islám, los crímenes cometidos por la iglesia Católica en nombre de Cristo y el providencialismo. A esta altura es una necedad pasar por alto los aportes que la burla y la ironía de Voltaire ofrecieron a la ilustración; asimismo, es innegable la construcción del ideal humano del Renacimiento que propuso Rabelais con su estilo grotesco y desmesurado.
Desde una perspectiva más próxima, me llega la imagen de Salman Rushdie, a quien se le atribuye una de las grandes obras de la literatura universal, específicamente con la novela, Hijos de la medianoche; no obstante, tras la publicación de Los Versos Satánicos, en 1988, Rushdie fue perseguido para ser asesinado por ciertos sectores del mundo musulmán, debido a la irreverencia con que se trata la figura de Mahoma en dicha obra; la búsqueda es tan persistente que en 1989 se lee en Radio Teherán un edicto religioso instando a la ejecución del escritor. Así las cosas, el ayatolá Ruhollah Jomeiní hizo un llamamiento a la ejecución del escritor y de los editores que publicaran su obra; de hecho, Jomeiní ofreció una recompensa de tres millones de dólares por la muerte del escritor “blasfemo”. Tras dicha convocatoria fueron quemadas varias librerías y se produjo el asesinato de distintos traductores y editores de las novelas de Rushdie, entre quienes se encontraron Hitoshi Igarashi, William Nygaard y un traductor italiano, quien fue golpeado y apuñalado en Milán. Esto sin contar que, en el 2012, el escritor tuvo que cancelar su participación en el Festival de Literatura de Jaipur, pues le informaron que dos asesinos de Bombay fueron contratados para asesinarlo. Sin embargo, es preciso señalar que la obra de Rushdie nos aporta un diálogo constante entre lo trascendental y lo secular, elementos que constituyen la condición humana; a su vez, el escritor es capaz de sobreponerse frente al cerco de censura que pretende acallar su voz por considerarla blasfema, irreverente y desafiante.
Ahora bien, en el escenario de las caricaturas y programas de humor satírico aparecen distintas formas de burla a los estereotipos e imaginarios sociales que categorizan a los migrantes, afrodescendientes, indígenas, mestizos, blancos, rojos (en South Park dedican un capítulo a satirizar lo “otro” encarnado en los pelirojos) pobres, ricos, clase media, hombres, niños, mujeres, homosexuales, etc. De igual forma, Trey Parker y Matt Stone, en su serie televisiva, hacen uso de un lenguaje soez y de una violencia, generalmente gratuita que en algunos capítulos cuesta trabajo digerir; eso sin contar con la forma de satirizar a Mahoma, las burlas hacia la Iglesia de la Cienciología y la despresurizada irreverencia dedicada al dios del cristianismo, en la que se muestra su debilidad y caducidad en una época que pone en duda los discursos mitico-mágicos. Asimismo, Matt Groening, el creador de los Simpsons, hace lo propio a través de su serie; cualquiera podría catalogar a dicho programa como hateropatriarcal, heteronormativo, sexista y machista (entre muchos otros “…ismos” o “…istas”); sobre todo si se detienen en el papel que se le atribuye a la mujer, pues, quienes conocen la serie saben que “la loca de los gatos” es doctora en leyes de la universidad de Harvard, quien frente a la ausencia de un hombre, en su académica vida, pierde su lucidez y cordura. No obstante, este tipo de series televisivas permiten una mirada crítica –muy light, obvio- que, a través de la burla, posibilita otra forma de conocer las motivaciones e intereses de esta sociedad globalizada.
No podría concluir esta nota sin mencionar a la revista porno Hustler, cuyo director, Larry Flynt, se ha visto envuelto en varias batallas legales relacionadas con la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y por la libertad de expresión, la cual, según su defensa, puede amparar al mal gusto. Flynt nos muestra la dificultad de establecer una definición de la libertad de expresión, de lo aceptable y de lo reprobable; pues, tal como lo plantea el famoso juez y estadista John Marshall (1755-1835) “La vulgaridad de un hombre es la lírica de otro”. Así las cosas, la parodia, la blasfemia y la burla pueden convertirse en una cuestión estética a la que se le atribuye un papel predominante en el debate público y político.
En este tiempo en el que algunos sectores de la sociedad piden a gritos una relativa “libertad de expresión” en la que hayan temas y personajes de los cuales no se pueda hablar, es preciso recordar algunas de las tantas funciones atribuidas a la actitud cínica y subversiva de la burla y la risa, pues no solo es una forma de catarsis, también posibilita el ensanchamiento de los límites de la imaginación, ofrece una forma de episteme con la cual podemos vernos a nosotros mismos, al mismo tiempo que permite otra perspectiva para acercarnos a los grandes dogmas de la humanidad, mientras que le quita peso al mundo. Así las cosas, me cuesta trabajo imaginar, qué habría pasado con la “civilización” si este puñado de seres que acabo de mencionar –una mínima muestra- se hubieran dedicado a hacer humor políticamente correcto, al gusto de todos.
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