De la impotencia del diálogo a la farsa de la voluntad política
Hay algo vacío en la invitación al diálogo y a la marcha “pacífica” de quienes no han estado en medio, o al menos cerca, de las protestas, sobre todo cuando volvemos a vivir una convulsión social como la que ha visibilizado (al menos en lo más inmediato) el actual paro nacional en Colombia. Ese cliché, casi de respuesta de reinado de belleza, no solo no dice nada, sino que suena hipócrita en la boca de quienes no han vivido (o ya no viven) en carne propia los rigores de la pobreza o de quienes deben tomar las decisiones que de lejos los va a afectar negativamente.
Es posible que con los llamados al pacifismo haya pasado lo que, de acuerdo con Marx, le pasa a los grandes acontecimientos en la historia: primero se presentan como tragedia y luego, como farsa. Y ello ha sido así porque la abstracción que supone la buena voluntad al diálogo ha dejado de lado su realidad subyacente: que nadie está dispuesto a dialogar con quien no considera su igual. Entre desiguales todo diálogo genuino es imposible. Baste como ejemplo de ello cuando los trabajadores firmamos un contrato. Si nos gusta, bien, si no, ya sabemos… Sobre esa base solo hay imposición, por más que formalmente se hable de igualdad. Y este no es un llamado a la violencia -aclaro con prontitud-, es un intento por comprender lo que está pasando en el país, desde una perspectiva descarnada.
Es un signo de ceguera o del más vil oportunismo asegurar que los promotores del paro son capaces de dirigir y prever todo lo que pueda ocurrir en las marchas (muy a su pesar, seguramente), que entre los que apoyamos la causa existen instigadores de la violencia o que hay móviles políticos de izquierda interesados en la ruina de la nación. El que los haya, que desde luego es posible, no implica que sean los dirigentes de las manifestaciones, ni sus principales agentes; no implica, tampoco, que tales ideas sean siquiera escuchadas, sobre todo en un país ultraconservador como el nuestro. Ahora bien, ¿realmente no se veía venir esta ola de violencia? ¿No se veía en el horizonte del país la ruina de los pobres y de la mal llamada clase media? ¿No se anunciaba ya una declaratoria de guerra por parte de los líderes y los esbirros de este gobierno hacia toda muestra de descontento? ¿Acaso sus cimientos no se alimentaron desde el comienzo con el terror (mediático, económico, cultural, militar…)? ¿En serio, esto no se anunciaba desde hace por lo menos tres años? La presidencia de Duque no era, ni es, otra cosa que el advenimiento de la ruina del país, en tanto siguiente jugada del infame gobierno del uribismo, y eso ya se sabía.
Lo que hemos visto desde el 28 de abril no difiere sino en volumen y simultaneidad del terror cotidiano, ese que la indolencia pública ha naturalizado a diario. Todos los días hay muertos por causa de la violencia, la delincuencia y los abusos de la fuerza pública sin que el gobierno tome medidas al respecto, salvo el hipócrita rechazo “contundente” en los medios de comunicación. Por ello es absurdo pensar que el estallido popular ha sido orquestado por un titiritero, y no verlo como la consecuencia del odio, la frustración y el resentimiento que han calado en la población, sobre todo en la más vulnerable, a lo largo de todos estos años del dominio terrorista del partido de gobierno. De ahí que suene realmente estúpido que los voceros del gobierno y de la también mal llamada “gente de bien” rechace “enfáticamente” los actos vandálicos, cuando lo que se ha hecho es atizar la violencia y la desigualdad.
El problema es que quienes abogamos por la protesta pacífica, por la oposición democrática y el diálogo razonable, aquellos mismos que estamos en desacuerdo con los destrozos que afectan a los ciudadanos de a pie, a los comerciantes o a los trabajadores, hace tiempo perdimos la batalla (aunque sigamos aferrados a esa fe), y por esta razón todo gobierno de turno aboga por ese tipo de protestas: porque nunca han llegado a nada. Solo cuando irrumpe la rebelión popular, como la que se ha vuelto incontenible desde noviembre del 2019, es que logramos ver el verdadero rostro de un problema que ni el chivo expiatorio de la pandemia ha logrado ocultar: que nuestra sociedad está resquebrajada por la explotación, la injustica, la violencia, la corrupción y la indolencia. Solo en ese estallido por las vías de hecho es que se ha demostrado que existe un interlocutor
El punto no es repetir que esa no es la forma de protestar, porque quienes han llamado al paro no han incitado a la violencia, sino a los mecanismos más básicos de un Estado de derecho. Lo que debe obligarnos a pensar es por qué se dan las protestas violentas y por qué no es posible frenarlas, y menos con los llamados insípidos a la paz y al diálogo. Aunque la respuesta no es sencilla, sí hay serios indicios que se concatenan para tener claro el problema: el desempleo, el aumento del costo de vida, la pauperización del empleo, la corrupción en todas las esferas gubernamentales, el abuso de los bancos, el aumento de la delincuencia, la impotencia de la fuerza pública para frenarla (a veces su complicidad), el abuso de autoridad, la disminución de la inversión social, la crisis de la educación y la salud, la violencia de género, etc., etc.
Si bien esto no justifica que el país se caiga a pedazos, sí explica lo que está pasando, como explica el hecho que nadie pueda hacer algo a punta de buena voluntad, de buenas intenciones, ni de pronunciamientos (enfáticos, contundentes, con pesar, con odio, con tristeza, o lo que sea). Las cosas se cambian con hechos, y esto implica que en vez de enviar al ejército y a la policía a matar a los manifestantes, el gobierne procure el bienestar de todos, es decir, que haga su trabajo. ¿Cómo es posible que el gobierne siga exprimiendo a los pobres cuando el dinero público se va en derroches de los altos funcionarios, se quede en el camino de los intermediarios corruptos, se filtre en sobrecostos o en subsidios a los grandes capitales? ¿Cómo es posible que se grave con impuestos a todos, cuando la evasión fiscal de los grandes empresarios y de los que viven a costa del Estado (que no son los supuestos vagos de los que hablan Cabal y los pseudointelectuales del libertarismo criollo) sea el obsceno pan de cada día?
No es la envidia de los pobres lo que genera el odio, es el desprecio de los ricos a quienes no les importa cómo vive y lo que tiene que soportar la fuerza de trabajo que explotan (por eso no saben cuánto cuesta un huevo, ni un pasaje en articulado, ni un arriendo). El odio, el resentimiento y la violencia que estamos viendo y viviendo son los vástagos de la injusticia, son las heridas que únicamente podremos curar con una verdadera solidaridad, no solo la que piden las empresas para no ver disminuidos sus ingresos, sino la que requieren los trabajadores y trabajadoras para tener una vida decente, o los estudiantes para que las promesas de la educación no sean solo el gancho de venta para el negocio de los títulos.
Ante la violencia somos todos impotentes desde el discurso, sea al nivel que sea, pero el Estado también, pese a accionar todo su aparataje represivo ante la población que lo financia (con o sin reforma). Esto nos demuestra una vez más que la solución no puede ser episódica, coyuntural, sino estructural. Hasta que no se plantee un Estado que vele por el bienestar del país y no por los intereses personales de las facciones que gobiernan o de los grandes capitales, no habrá paz en Colombia. Y si la respuesta sigue siendo violenta por parte de las fuerzas armadas, envalentonadas frente a la desproporción en armas y entrenamiento, solo se hará más grave el problema y se llegará a la guerra civil que tan cínicamente ha buscado y anunciado el uribismo. De ser así, perecerá la patria en manos de sus captores.
Diego Alfonso Landinez Guio
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