Cenizas sobre la claraboya

Poco antes de las seis de la mañana la casa todavía estaba oscura. El barrio quedaba en la parte alta de la ciudad, pegado a la montaña. Durante la noche, una lluvia espesa, pesada, había caído sin descanso. Nada raro: allá, en Tunja, siempre llovía.


Sin embargo, esa madrugada del 14 de noviembre de 1985 estaba más oscura que de costumbre. A las cinco de la mañana nos habíamos levantado para alistarnos para el colegio. La rutina era la de siempre: bañarse, peinarse, desayunar y esperar el bus. Pero la claraboya obstruida no dejaba pasar la luz. La casa seguía sin vida. El ruido de la radio empezaba ya a imponerse.

Me quedé mirando la claraboya. Estaba cubierta de algo, de un polvo blancuzco que no dejaba que el día se abriera paso por las habitaciones del segundo piso. Las cortinas seguían cerradas. El mundo no empezaba todavía a moverse para nosotros.

Unos minutos después la radio transmitía un mensaje aterrador. Por un instante, antes de caer en la cuenta de lo que en verdad había ocurrido, llegué a pensar en algo insólito, en el origen de aquella ceniza. En mi cabeza estaba todavía la imagen del palacio de Justicia en llamas y lo que quedó después.

¿Acaso eran las cenizas del holocausto?

Todos estábamos sentados alrededor de la radio. Como suele suceder con las noticias impactantes, le habíamos subido al volumen, para constatar lo que estábamos oyendo.

“Armero ha desaparecido”. La noche anterior, la del 13, el deshielo en el volcán había provocado una avalancha sin precedentes que precipitó la tragedia. A eso de las nueve de la noche un avión comercial que volaba de Medellín a Bogotá dio aviso de lo que ocurría: la fumarola del volcán ya se había activado y peló, literalmente, al aparato.

Cuando aterrizó en la capital del país, los pasajeros quedaron estupefactos al ver el avión totalmente plateado. Sus colores y emblemas habían sido removidos por el azufre.

Al otro día, un aviador madrugó a sobrevolar el Tolima y no encontró a Armero. Estaba cubierto de lodo. Los periodistas de radio se habían comunicado con él por radioteléfono y habían logrado ese testimonio desgarrador. La avalancha, la anunciada avalancha, finalmente se había convertido en realidad.

Cuando abrimos las cortinas lo que encontramos fue igual de sorprendente: el patio, el jardín, las calles del barrio estaban cubiertos por la misma masa espesa. Eran las cenizas del volcán. El viento las había arrastrado hasta allá, tan lejos. Del Tolima a Boyacá.

Durante varios días, las cenizas del volcán se quedaron pegadas al pavimento, las aceras y baldosas. Era casi imposible removerlas. Eso explicaba, a la distancia, el padecimiento de quienes allá, en lo que quedaba del Armero arrasado, estaban sufriendo.

El lodo se endurece muy rápido. Los cuerpos de los sobrevivientes eran apretados y triturados poco a poco a medida que el lodo se secaba, fue la explicación que se dio por los expertos.

Todos estábamos impresionados. Dígase lo que se diga, para mi generación esa semana fue y será la más trágica de nuestra historia. Una semana antes, los guerrilleros se habían tomado el palacio de Justicia. Los militares y policías reaccionaron, trataron de entrar por las claraboyas del edificio y fueron recibidos a tiros.

Todo terminó en una masacre.

Lo que nunca he entendido es por qué no le hicieron caso al presidente de la Corte Suprema cuando pidió que cesara el fuego. Todavía estaban a tiempo de hacerlo. ¿Quién, en últimas, daba las órdenes? ¿Quién dijo: “no importa lo que ruegue Reyes Echandía. ¡Sigan con el fuego!”?

Tampoco entendimos por qué no hicieron caso a quienes veían venir la avalancha. Era algo anunciado. Pero no. A veces somos incrédulos frente a lo obvio e indiferentes frente a lo inminente.

Lo cierto es que un acontecimiento tapó al otro; las cenizas del volcán cubrieron con su manto trágico el trauma que había significado la toma del palacio y la masacre que ocurrió.

A diferencia de lo que sucedió con otro hecho trágico como el “bogotazo” de 1948, estos dos capítulos de nuestra sangrienta historia los vivimos en vivo y en directo. La radio estaba en su mayor esplendor e influencia. La televisión tenía horarios fijos y transmitió el mejor material cuando pudo y como pudo.

Por eso, de una u otra manera, todos fuimos testigos de lo que pasó. Fue un semana espantosa, inolvidable. De una u otra manera, todos llevamos el trauma de las cenizas sobre la claraboya.

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