El amor es un juego sin ganadores: quisiera no haberlo jugado
De los hechos más llamativos y aterradores de la condición humana, el que más me confunde e impresiona es la capacidad de autodestrucción que desarrollan ciertas personas brillantes, talentosas y sobresalientes. ¿Qué les pasó a Philip Seymour Hoffman, Heath Ledger, y Amy Winehouse? ¿Por qué se lanzaron al abismo y sin paracaídas?
Los tres eran sencillamente geniales. Philip, un gran actor, ganador del Oscar por su interpretación de Capote, en donde alcanzó la cumbre; pero a mí me encantó más su secundario papel en Boogie Nigths. Ledger, por su parte, ganó el Oscar por The Dark Knight, aunque a mí me gustó más por su participación en Candy. Y Amy, múltiple ganadora de premios Grammy y MTV, se hizo célebre por su premonitoria Back to black.
Cualquiera diría que el éxito es sinónimo de felicidad y que por esa razón resulta absolutamente increíble e incluso deplorable que personajes como estos puedan tener siquiera un atisbo de tristeza y desesperanza y sean capaces de culminar sus vidas de una manera absurda. Pues sí, la muerte es absurda, y cada quien se conduce a ella a su manera.
El excelente documental Amy, que anoche ganó el premio Oscar, sobre la vida de la cantante británica, nos sirve una vez más para reflexionar sobre el éxito y sobre la condición de ciertas personas para afrontarlo.
Si bien el éxito no era una obsesión para la cantante británica, sí lo era para su novio y posterior marido, así como para su familia, que veían en ella una mina de oro. A través de ella podían alcanzar lo imposible: figuración, reconocimiento, adulación, lujos, comodidades.
Cuando apenas acababa de cumplir los veintiún años, ya de Amy Winehouse se decía que tendrían que pasar años o décadas antes de que volviera a surgir una voz para el soul como la de ella. Y a esa edad ya estaba sumida en una vida compleja de drogas, alcohol y amores obsesivos.
Ella era extraordinaria. Pero su vida interior estaba llena de soledad, de inquietud, de indefensión. Amy era un cachorro desprotegido en medio de un mar de adulaciones.
Amy no se puso límites en el amor. Incluso en el documental se afirma que su promiscuidad sexual era parecida a la de un hombre. Pero más allá de eso, no pudo leer el destino que le esperaba al lado de su marido, un aprovechado chupasangre como se insinúa en esa producción. Con él se condujo al abismo; por él se encaminó a la autodestrucción.
¿En qué momento se le salió todo de las manos? Difícil decirlo o adivinarlo. Algunos dirán que simplemente fue víctima del demonio de las drogas; y puede ser cierto. Igual podría afirmarse de Hoffman y de Ledger: drogadictos irredentos y desesperados. Pero creo que el asunto va más allá. Mucho más allá.
Quizás tenga que ver más con la soledad del alma, con la tristeza interior, frágil y a veces sublime, por contradictorio que parezca, que padecen muchos seres humanos, sean exitosos o no. Es una especie de desidia, de terror ante la amenaza punzante y atroz que produce la sobriedad.
Una de las mejores amigas de Amy relata en el documental que la cantante una vez la llamó, en medio de su tratamiento de rehabilitación, para confesarle que el mundo era muy aburrido sin las drogas. Estaba atrapada ahí, la sobriedad la asustaba y desesperaba, el crack, la heroína, la cocaína y el alcohol eran su manera de mantenerse a flote.
También ese círculo de infierno en que se puede convertir la vida, o la necesidad de creerse exitosa y, en consecuencia, de representar un papel o un rol público, lleva a muchas personas a volverse realmente incapaces de ponerse límites. Y ponerse límites es una forma razonable, equilibrada y justa, de vivir: los límites aterrizan nuestras ambiciones y contienen nuestras malas decisiones.
A lo mejor esa soledad interior que padecen los famosos o los obligados a convivir con la fama y con la consecución de todas las metas es consecuencia del punto muerto al que se llega cuando se vive sin esperanza. Y nadie está exento de ello. La propia cantante lo advirtió en una de sus canciones, cuando sorprendía a todos confesando que el amor es un juego sin ganadores: quisiera de verdad no haberlo jugado.
Amy perdió la esperanza en el amor, en ella misma, en su familia –incluso en su padre, otro aprovechado—y en el mundo. Vivir sin esperanza es vivir sin ilusiones. Allí reside, a veces, la raíz de la tristeza.
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