Ilusiones y mercachifles
Magos e ilusionistas han existido a largo de la historia. Como bufones de la corte o como arúspices del rey, como enanos del proscenio o asesores del zar y consejeros del emperador. Siempre han existido. Muchos terminaron en la hoguera y otros en el trono. Y se escribió de ellos y fueron llevados al cine.
Eso magos o hechiceros o nigromantes o falsos profetas o adivinos debían su prestigio al uso artificioso que hacían de una de las máximas expresiones de la condición humana: la fe en fuerzas desconocidas, intangibles, sobrenaturales y exóticas, a las que atribuían poderes únicos para revertir lo malo en bueno, lo inevitable en contingente, lo imposible en un sueño hecho realidad.
Leían las tripas, se comunicaban con los espíritus de los muertos, adivinaban el clima, pronosticaban el final de las guerras, el buen ánimo del clima, las maldades ocultas de las amantes y así. Hasta que el pronóstico fallaba y el rey, rabioso y desilusionado, ordenaba que le dieran muerte.
Así ha sido a lo largo de la historia, desde la bruja de Endor, mencionada en la Biblia, hasta Jorge Hané, el recientemente caído en desgracia vendedor de milagros a quien todo el mundo se le ha venido encima.
Entonces, como con la pregunta del huevo y la gallina: ¿quién fue primero: el hechicero o el iluso? ¿El adivinador o el esperanzado creyente?
Lo que me llama la atención es que a pesar de que los vendedores de ilusiones han hecho leyenda y han pasado a la historia como personajes tragicómicos, aún hay gente que les cree y les come cuento. Es más: mucha, muchísima gente, de toda condición.
Desde la señora que acude a la plaza a buscar las siete hierbas para alejar sus males, hasta un Fiscal General de la Nación (con mayúsculas) que fue capaz de contratar a un brujo para que le cuadrara las energías en su ambiente laboral: ¿de qué nos escandalizamos?
Uno podría decir que el paso de los tiempos y la mirada del progreso deberían cambiar las costumbres de la gente frente a las supercherías, y no. No es así. Porque ilusos somos, ingenuos somos. Y por eso resulta insólito que a estas alturas esos vendedores de milagros sobrevivan con sus chucherías de pacotilla, vendiendo lo que no es, llenando de ilusión al gordo y al triste con sus falsas promesas de siluetas esbeltas y ánimos felices.
Y lo peor, y hay que decirlo: con la complicidad de los medios de comunicación. Claro, alguien dirá: el medio es solo el mensajero. Y puede ser cierto. Pero darles cabida a estos personajes que prometen algo que es tan obvio, tan obviamente falso y mentiroso, es por lo menos una falta de ética abrumadora. Siempre lo ha sido, desde la historia de la publicidad.
En el mundo de las falsas ilusiones de nuestro tiempo abunda de todo: cremas, champús, potajes, números, oraciones a animales, cruces del gran poder, imanes, cuarzos de la buena suerte, inyecciones de juventud, alimentos milagrosos, insólitos redu fa fas, como lo pronuncia el Pibe.
No olvidemos lo obvio en esta polémica: el pecado original –para usar dos palabras de moda–, está en la ignorancia de la gente. La ignorancia es ciega: si usted no come bien y no hace ejercicio, si toma trago y cena porquerías, si no se esfuerza y no se cuida, usted es un mediocre si cree que un menjurje lo va a adelgazar. Suena duro y perdone en todo caso. Pero es así.
Cuando se tienen ilusiones, falsas ilusiones, se apela a todo: a la cadena de oro, al médium, a la brujería y a la superchería. ¿Cuándo seremos capaces de responder por nuestras propias acciones sin echarles la culpa a los demás o atribuirles a los demás la responsabilidad que cada uno tenemos en nuestras manos?
Es cierto: a esos vendedores de falsas cremas y de potajes adelgazantes o antiarrugas habría que censurarlos gravemente o echarlos presos por ladrones. Pero eso no acaba el problema. Otros surgirán en forma de pirámide, de negocio multinivel, de hierba mágica, de hipnotismo esperanzador.
Mientras las falsas ilusiones hagan parte de la conducta del hombre para justificarse a sí mismo, el mundo no detendrá a los negociantes de milagros.
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