Las costumbres de un hombre sabio
Por:Juan Manuel Ruiz – @jmruizmachado
Poco antes de las siete de la mañana, el profesor Bustillo llegaba cargado de libros, entraba discretamente a la cabina, apenas saludaba, se acomodaba en su puesto y lo ponía todo en orden como lo haría en un aula de clase ante sus alumnos. Nosotros lo mirábamos con respeto, el que se le confiere a una autoridad, a una persona que de verdad sabe el mecanismo interno de los relojes o el arte lunático de volar cometas sin depender de cuerda alguna. Él era una especie de gurú, venido de otros tiempos, no solo por su condición de asceta atrapado en las comodidades del progreso sino por su inmensa calidad humana.
Tuve el privilegio de estar sentado a su lado durante algún largo tiempo. Por eso disfruté mucho de su compañía y de su ejemplo. Su extraordinario sentido del humor, su capacidad para imitar personajes –le encantaba hablar como Álvaro Gómez y diría que hasta se le parecía—, la idea siempre superior de burlarse de sí mismo, la manera como enseñaba cada vez que intervenía al aire sobre algún tema lo hacían un hombre fascinante. Pero también complejo.
El profesor Bustillo amaba profundamente el conocimiento tanto como a su familia, y a esos dos amores los protegía a toda costa. Por eso la única disputa que había con él, amable y cariñosa, era cuando se le pedía que se quedara un rato más, que contara una historia más, que aportara un dato más, pues la audiencia así lo pedía. “No puedo, tengo que irme”, decía con tono lastimero, como pidiendo que no le rogaran porque no iba a ceder.
“¿Y es que a dónde tiene que irse, profesor?”, le decía Juan Gossaín, para torearlo: “A la lucha de clases, don Juan”, respondía el profesor, con falsa modestia. En efecto, el profesor dictaba clases en varias universidades, entre ellas la militar Nueva Granada, y con ello, más su participación radial de las mañanas, se ganaba el sustento, por cuanto era un pésimo burócrata. Al profesor le coquetearon los políticos para que se hiciera congresista o funcionario, pero poco o nada logró convencerlo. Él mismo contaba que alguna vez aceptó ser director municipal de tránsito –que no era su fuerte que digamos—y como para no quedar mal con quien lo había designado el mismo día de la posesión decidió cambiar las rutas de los buses y la dirección de las calles principales. La amenaza de asonada y de paro cívico lo pusieron a los dos días en la calle.
Su inmensa sabiduría provenía de su amor por los libros. Realmente él tenía una relación íntima con ellos –solo los que somos lectores extremistas podemos entender esa estrecha dependencia—y los cuidaba como un jinete a su potro, acariciando el lomo, auscultándolo allí y allá, descubriéndolo en su más profunda génesis. Sin duda sabía que un libro es un ser vivo que se abre para mostrarte un mundo perdido al que algún día llegarás o del que quizás provienes, y tú lo sabes, pero quieres comprobarlo. Al lado del Código Penal que casi siempre cargaba, solía llevar libros de historia con los que armaba el contexto de las noticias del momento.
Casi siempre vestía de traje café combinado con un buzo; pocas veces lo vi de corbata y mucho menos en traje deportivo. A pesar de ser costeño, de ser en esencia un hombre del Caribe, imaginativo, dicharachero, abundante, era un hombre tímido, retraído a veces y, sin duda, conservador en sus costumbres, maneras y habla. Lo que se llama un clásico. Nunca aprendió a bailar, no le gustaba mucho el vallenato, tampoco la salsa, no era mujeriego, le tenía miedo al mar y llegaba a afirmar que ni siquiera le interesó aprender a nadar.
Creo que nunca le oí una grosería, ni chistes de doble sentido ni nada por el estilo. Era, además, un hombre de fe, conocedor de la vida de los papas, de la patrística y de las encíclicas. Gossaín, el hombre que lo descubrió y lo convirtió en una celebridad, solía decir, embromando, que el último acontecimiento que había conmovido de verdad al profesor Bustillo había sido la caída de Constantinopla a manos de los turcos en mayo de 1453. Yo estoy convencido de que eso era cierto. Muy pocas cosas del presente le causaban extrañeza o lo inquietaban. Al fin y al cabo, era de la cuerda de Úrsula Iguarán, para quien la historia era una rueda loca que da vueltas, y lo que hoy está aquí mañana está allá y pasado mañana vuelve a estar aquí, una y otra vez, repitiéndose con ropajes y alamares distintos.
El profesor Bustillo era un hombre rígido en la necesidad de dar contexto a los hechos; por eso, cuando oía a algún periodista presentar una noticia como si en efecto lo fuera, es decir, como si fuera un acontecimiento único y singular, inédito, él siempre traía a colación otro igual, quizás peor o mejor, pero de otro tiempo. Al mejor estilo de los clásicos, él pensaba que este mundo y el paso de los hombres no son más que un palimpsesto, una huella que se plasma sobre otra, una ciudad que se construye sobre otra sepultada, un pensamiento que se erige sobre otro, milenario, ya aducido, esgrimido y sustentado en otro momento. “Ser original es muy difícil”, me decía, “lo que hay que ser es único, caudillo”.
A veces, mientras había un espacio de noticias que no requerían su participación, el profesor Bustillo pasaba a la cafetería a fumar. Se enroscaba para hacerlo, de verdad lo disfrutaba. Una vez lo pillé moviéndose de atrás hacia adelante, como meciéndose, mientras deleitaba su cigarrillo, pero en su rostro había inquietud e incertidumbre. “¿Qué lo tiene preocupado, profesor?”, le preguntaba, sabiendo eso sí que la respuesta no iba a ser un lugar común. “Parménides, caudillo, Parménides”, me decía, acongojado y de verdad abrumado. Entonces me habló del aristotelismo y su vigencia, de la validez de Parménides y su concepto de la doxa ante los retos de los medios de comunicación, y de la necesidad, en consecuencia, de distinguir lo que era verdad de lo que era opinión. “Creo, caudillo, que a este mundo le falta más Parménides y menos fútbol”, me dijo. “¿Sabe qué es la doxa? Estúdiela”.
El profesor Bustillo también tenía sus misterios. En alguna oportunidad, mientras hacíamos una pausa en la información, con Francisco Tulande contamos al grupo una anécdota de la vida real sobre el misterioso arreglo de mi carro que, de haber resultado con una lata sumida por un choque en un parqueadero, súbitamente apareció, de la noche a la mañana, intacto, arreglado y sin rayón alguno.
Los hechos “mágicos” habían ocurrido en una finca de Villeta, que tenía cierta fama porque algún travieso invisible solía botar naranjas o sillas mientras los demás dormían. ¿Qué podía haber sido? ¿cómo era posible que un carro chocado, levemente sí, pero chocado en un parqueadero del Centro Andino apareciera al otro día sin ningún rastro de ese percance? ¿Cómo podía entenderse? El profesor estaba ahí, escuchando la historia. Ni se inmutó. Al rato nos dijo que no le diéramos más vueltas al asunto: “Fue un duende”, sentenció.
En efecto, el profesor Bustillo nos contó que en una ocasión había visto a un gnomo o un duende, de color verde y de unos cincuenta centímetros de alto, que había saltado de detrás de una lámpara de su estudio y se había refugiado en la biblioteca. “Pero no me gusta hablar de eso, así que dejémoslo de ese tamaño”, nos dijo.
Después, ya sentado a su lado, le pregunté si nos estaba mamando gallo, que no fuera así porque todo lo que él nos decía lo creíamos textualmente, y me respondió con absoluta seriedad, casi ofendido, que él no mamaba gallo con esas cosas. Que él había visto ese gnomo o duende saltando de detrás de la lámpara y luego se había perdido entre los libros. Nunca más volvimos a tocar el tema, salvo en otra ocasión cuando nos dijo que ese duende le apagaba la lámpara del estudio cuando se quedaba dormido entre lecturas.
El profesor Bustillo no solo era un riguroso hombre de historia sino que también, amante del palique, le gustaba enriquecer sus intervenciones con anécdotas. Como buen sabanero –era de San Jacinto, Bolívar—dominaba bien ese arte que predomina en el Caribe de contar y contar una y otra vez los cuentos de grandes personajes, salpimentándolos con pequeños detalles que a Juan le gustaba puyar para entrar más y más en la imaginación del contertulio, siempre agradables y amenos, con muchas curiosidades. Experto en Rafael Núñez, conocía, por ejemplo, episodios de la vida amorosa del reelegido expresidente que lo hacían más humano y comprensible.
Docto en las mañas de la burla propia, como he dicho, en alguna ocasión contó los pormenores de la única vez que decidió ponerse un traje de baño para ir a la playa y lo absurda que le había resultado la experiencia. En compañía de un primo suyo fue a la playa de Cartagena y, mal aconsejado, terminó vistiendo lo que se llama popularmente una tanga narigona. Flaco y magro como era, un poco enjuto, langaruto, el sabio pronto fue objeto de miradas inquietantes y asombradas ante ese espectáculo que estaba protagonizando. “Dos gringas bellísimas se quedaron mirándome durante largo rato, imagínense”, dijo. “¿Y usted que hizo profesor? ¿¡Qué pasó con las gringas!?”, le respondimos, admirados. “Pues, después de varias horas de observarme, finalmente una de ellas se me acercó sin temor, dejándome paralizado con su belleza”, respondió el profesor Bustillo. “Pero antes de que yo pudiera ilusionarme, me dijo que ella y su amiga eran antropólogas y que habían encontrado en mí la conexión con el hombre de Cromañón”.
El profesor Bustillo era una fiesta en su estilo. En algunas ocasiones nos decía en voz baja que no tenía tema para ese día. En efecto, en el oficio, por absurdo que parezca, hay días muertos, en donde las noticias son muy débiles o poco fuertes. Pero el profe se las arreglaba. Como era también conocedor de las raíces griegas y latinas, por ahí le entraba al asunto. Por ejemplo, cuando comenzaba la discusión del salario mínimo, se tomaba su tiempo explicando el origen de la palabra salario, que venía del intercambio o pago con la sal, etcétera. Con esa y dos intervenciones magistrales más, coronaba el día. Los sabios también se ven a gatas.
Pero quizás lo que más me unió al profesor Bustillo, además del amor por el conocimiento, fue descubrir que él también subrayaba los libros y hacía anotaciones al margen como lo hacía yo desde niño. Siempre creí que cometía un pequeño delito o por lo menos una suerte de profanación o sacrilegio, pero viendo que un hombre sabio lo hacía, sentí un enorme alivio. Así, entendí que el libro que el profesor no subrayaba era porque en verdad no le interesaba. De ahí que uno de los tesoros de mi biblioteca sea uno que él me regaló: aclaro que muy pocas veces lo hizo, o por lo menos en muy pocas oportunidades lo vi regalando alguno de sus libros. Era el mayor acto de desprendimiento.
El profesor Germán Bustillo Pereira murió el año pasado pero su ejemplo y grandeza siguen intactos. El hombre que lo sabía todo (o “casi todo”, como le respondía a Juan, agachando la cabeza), un verdadero genio, es prácticamente irremplazable. Pocas veces se juntan sabiduría, genialidad, sentido del humor, gallardía, humanidad y candor en una sola personalidad. Gracias a Dios tuvimos la fortuna de conocer a alguien de esa especie.
Por Juan Manuel Ruiz
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