Los amigos de los famosos
Vi con detenimiento la confesión de Charlie Sheen sobre su condición como portador del VIH. Más allá de los detalles de su enfermedad, lo que más me llamó la atención fue la denuncia, cierta o no, del chantaje al que había sido sometido por sus “amigos”.
A la gente le gusta la fama o por lo menos ser partícipe de la fama. Como la fama grande, la que hace historia, está reservada para unos pocos, muchos quieren pellizcarla así sea de ladito.
Dicho está que todo el mundo tiene más o menos fama; en el barrio, hay vecinos que tienen buena o mala fama, dependiendo de cómo se mire y de qué tamaño sea el favor.
Y en la cuadra hay tipos que tienen buena o mala fama, dependiendo del bolsillo, el calibre de su arma o de si es o no un benefactor o un filántropo.
En el fondo, no importa, incluso, si la fama es buena o mala; una se transforma en la otra con extraordinaria facilidad. Pero pocos, muy pocos, alcanzan el cielo de la fama, esa que te permite que hablen de ti sin que te conozcan.
Los que han alcanzado ese cielo están llenos de admiradores y de detractores. Son referentes, dignos de imitar, para bien o para mal. También están llenos de enemigos gratuitos, envidiosos de ocasión. En estos hay algo enfermizo que los acompaña como admiradores de famosos: les encanta ver y comprobar que lo que sube como palma cae como coco.
Son tantos los amigos del papa Francisco como los de Pablo Escobar, alfa y omega, bien y mal.
Haberlos tenido cerca o haberse cruzado con ellos en el pasillo, o haber conocido a un primo del primo del amigo del famoso es suficiente para que estos “amigos” armen toda una historia. La fama mueve a la imaginación.
Por eso, de los famosos curiosamente lo que más me divierte y a la vez me aterra no es su fama o su talento o su culto, o el encierro en el que viven en su jaula de oro, no: son sus amigos, o mejor, sus falsos amigos, por cuanto a los verdaderos amigos de los famosos uno nunca los conocerá ya que no andan por ahí exhibiéndose.
Esos falsos amigos son los que salen a relucir en conversaciones cotidianas cuando el famoso es el tema. Siempre tienen anécdotas o recuerdos con el personaje; siempre tienen algo que contar. Bien sea porque fueron vecinos de barrio, porque se cruzaron alguna vez en el camino o porque alguien les habló con propiedad de ellos.
Lo que más les fascina a esos supuestos amigos es contar las miserias del famoso. Eso los enorgullece por cuanto las miserias del famoso son o pueden ser las mismas de ellos y eso los iguala
Sin ir más lejos, el caso de Plinio es maravilloso. Talentoso como es, renunció a la buena literatura para dedicarse a escribir cuanto texto le piden sobre las miserias de Gabo. Que él lo conoció cuando era pobre, que él lo alimentó y arropó cuando el Nobel no era nadie en París. Es un clásico: vivir y comer de las miserias del amigo.
Es increíble cómo proliferan los falsos amigos del famoso. A lo largo de mi carrera creo que he oído hablar de centenares de amigos que estudiaron con Gabo en quinto de bachillerato en Zipaquirá. ¿Cómo cabían en el salón?
O los amigos de Shakira, que la vieron crecer y la ayudaron a formarse, le enseñaron a cantar, a moverse en el proscenio, y le aconsejaron teñirse el pelo. Creo que son otros cientos.
Y qué tal la cantidad de amigos que tiene James; son tantos y tan variados y de tan diversa índole, de sangre y de pupitre, que uno ya no sabe quién es el papá, quién el padrastro, quién el mentor, quién el que le enseñó a patear y quién el mánager. Seguramente son más otros cientos.
Creo que el trasunto es que al famoso siempre le sale autor. O los autores. Basta con que los reflectores lo iluminen para que emerja el que lo crió, el que le dio la mano, el que le enseñó, el que lo alimentó, el que lo aconsejó, el que le dio la primera mano, el que le dijo que alguna vez sería grande.
Porque eso sí, a estos “amigos” de famosos les encanta echar en cara lo que hicieron.
¿Dónde está la trampa?
En que, en verdad, no son sus amigos. Estoy de acuerdo con que en la vida, sea uno famoso o no, el ser humano solo tiene tres amigos: el que está siempre en las buenas y en las malas; el del alma, que así no te vea en treinta años siempre será tu cómplice; y el que da la vida por ti y es capaz de esconderte en el sótano y alimentarte por una hendija sin preguntarte nada, seas culpable o no. Este último es el hermano, sea de leche o de la vida.
El resto es carreta. Ya lo decía Cortázar: la gente se cree amiga aunque solo sea compañera. Esa es la trampa que ofrece la condición del famoso, al que no es posible envidiar pero sí admirar, por las renuncias a las que está obligado. Por el temple del que debe revestirse para resistir, sobre todo, la traición del amigo.
Veamos: me impresionó, pero no sorprendió, saber que Jon Cryer describió en un libro las miserias de su amigo, Charlie Sheen, con quien compartió ocho años de su vida en “Two and a half men”. Fueron compañeros, eran amigos, el uno se nutrió de la fama del otro.
Y cuando llegó el momento Cryer corrió a escribirlo todo y a contarlo todo. Sheen no es un dechado de virtudes que necesite defensores de oficio. Solo me interesa el punto de la amistad como referente de una relación. Al propio Sheen le tocó pagar millones de dólares para que sus “amigos” no contaran que tenía el VIH.
Triste condición aquella del hombre que tiene que defenderse de sus amigos.
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