Semblanza de una sociedad fraudulenta y sus soluciones precarias

Un hombre se levanta a las cuatro de la mañana, la hora precisa para que él y su esposa realicen los quehaceres domésticos necesarios y lleguen a tiempo a sus trabajos. Sin ahondar en los conflictos familiares que este proceso entraña, hay que anotar que es un hombre piadoso. Le da gracias a dios por bendecirlo con un trabajo y el convenio para el estudio de sus hijos en una institución respetable. Se siente orgulloso de vivir en un país de naturaleza exuberante, economía próspera y democracia respetable. Se siente seguro de que por fin se pueda andar en las carreteras para ir a la finca, pese a que no posee ninguna y de que no cuenta con tiempo ni dinero para salir de la ciudad. Pero ¡qué carajo! Colombia está en su mejor momento y hasta clasificamos al mundial. Ningún problema puede estropear los logros alcanzados. Al fin y al cabo, cada día trae su afán. Nada puede ser perfecto.


Este panorama, fragmento del comienzo de un día común de muchos colombianos, es el ideal de los hombres y mujeres trabajadores que buscan el bienestar de una vida digna para sí mismos y sus familias. Es, por lo demás, la imagen de las posibilidades a las que un ciudadano respetable puede aspirar según las gestiones gubernamentales de los últimos doce años. Seguridad y prosperidad han sido los caballos de batalla de las más recientes administraciones nacionales, y la prensa de todas las categorías bombardea al público con “información” de sus resultados: crecimiento económico, seguridad, mayores índices de empleo, más cobertura en educación y salud, la llegada del Transmilenio a Soacha, y una larga serie de etcéteras. No obstante, ¿qué de esto es enteramente cierto? ¿Qué hay detrás de la apariencia de bienestar y placentera resignación? El imperativo de una obediencia ciega a las condiciones de explotación cada vez más descarada.

“¡Pobre país, país de miseria, país del Diablo… sin rumbo y sin conciencia aún!”
Fernando González Ochoa. Viaje a Pie. 1929

Este panorama, fragmento del comienzo de un día común de muchos colombianos, es el ideal de los hombres y mujeres trabajadores que buscan el bienestar de una vida digna para sí mismos y sus familias. Es, por lo demás, la imagen de las posibilidades a las que un ciudadano respetable puede aspirar según las gestiones gubernamentales de los últimos doce años. Seguridad y prosperidad han sido los caballos de batalla de las más recientes administraciones nacionales, y la prensa de todas las categorías bombardea al público con “información” de sus resultados: crecimiento económico, seguridad, mayores índices de empleo, más cobertura en educación y salud, la llegada del Transmilenio a Soacha, y una larga serie de etcéteras. No obstante, ¿qué de esto es enteramente cierto? ¿Qué hay detrás de la apariencia de bienestar y placentera resignación? El imperativo de una obediencia ciega a las condiciones de explotación cada vez más descarada.

Volvamos a nuestro relato. Pensemos que este hombre optimista y trabajador sale de su casa a tomar un transporte saturado y día tras día más costoso; se suma a las filas interminables que desembocan en galpones humanos en los que la avidez de una silla simula las antiguas luchas de gladiadores. Espectáculo grotesco pero necesario para tener la satisfacción del deber cumplido al finalizar la jornada.

Pero al fin se llega. Cansado ya del trajín matutino y no pocas veces tarde, pero se llega. Ahora sí inicia el horario de trabajo, esa labor que dignifica y para nada deshonra… si no fuera porque se concibe como un favor que se hace al empleado y por el cual no merece más que un irrisorio salario mínimo, ¡qué insolencia -pensarán los empleadores- la de aquellos que pretenden prestaciones sociales! ¡Si las quieren, que paguen por ellas! Pensamiento que los padres de la patria asumen al pie de la letra. De ahí que, en beneficio del trabajador eso sí, el gobierno tienda a eximir de impuestos y de responsabilidades a los empresarios, pues incentivan con ello -dicen- la creación de nuevos empleos. Es una concesión social para trabajadores y trabajadoras en una época de crisis por la cual no se puede mostrar inconformidad y mucho menos protestar. Por el contrario, es un signo de ingratitud exigir mayores salarios cuando personas más calificadas y necesitadas estarían dispuestas a trabajar por menos. Hay que ser agradecidos…

Pero estamos ante un hombre privilegiado, la providencia le permite tener salud y pensión, así como todos los servicios públicos y privados que una familia promedio puede desear. Es un ciudadano modelo: adquiere electrodomésticos a cuotas, paga sus deudas, no se atrasa en ningún pago, no hace parte de los “ricos” que engrosan fraudulentamente las filas del sisben y la asistencia social, vota en cada elección por los candidatos más honrados y contribuye muy a gusto al crecimiento del país con sus impuestos. Únicamente le inquieta por qué su salario es cada vez más reducido en comparación con sus gastos, por qué los intereses de sus deudas son tan altos, por qué, si paga a tiempo, los ser-vicios fallan tan frecuentemente, por qué el ser-vicio médico se reduce a una cita cada dos meses y cápsulas de acetaminofén o ibuprofeno, por qué la pensión para su vejez llega, si es que llega, cuando la senilidad acaba con sus fuerzas, por qué las leyes son más estrictas y rígidas para él que para las personas de estratos elevados… ¿Por qué…? ¿Por qué estamos destinados a perder y a que nos exijan resignación? El optimismo matutino agoniza en el ocaso…
Las autoridades callan ante dichas preguntas, se encogen de hombros y recomiendan tener paciencia, que la policía está cumpliendo con su trabajo, que la justicia cojea pero llega. Quedan entonces los discursos de políticos que se contradicen unos a otros y a la realidad, pero que se esgrimen una y otra vez en busca de una victoria electoral. La bonanza económica y la recuperación del dólar contrastan con la pobreza de los salarios y el incremento del costo de vida, de la misma manera que la seguridad en las vías contrasta con el aumento de la delincuencia en las calles.

Parece que se puede ir seguro a la finca, pero ahora no se puede ir seguro a la casa… ¿Para quién es entonces la seguridad…?
¿Qué soluciones se avizoran en el panorama? Nada de raíz, solo paliativos, pues subsanar el abismo de la inequidad no es rentable mientras que las distracciones y las soluciones provisionales sí lo son. La represión es favorecida por encima de la atención radical al problema. Los brotes de la poco eufemísticamente llamada “limpieza social” son mucho más frecuentes que la voluntad de promover el empleo y el salario digno. Parece que es más adecuado al sentir de muchos acabar con la pobreza asesinando a los pobres que garantizarles un sustento que no lesione derechos elementales. Como siempre, la política está planteada para favorecer a los sectores económicos preponderantes y el crecimiento solo los alcanza a ellos. A los sectores deprimidos se les prohíbe la manifestación en contra de las condiciones existentes. Únicamente se les tolera distorsionar los sentidos en busca del letargo y la resignación. De ahí que abunden, como negocios rentables, establecimientos que venden soluciones pasajeras, diversiones, lisonjas y esperanzas.

Basta pasar por la Autopista sur y por el interior de muchos barrios para asombrarse de la cantidad excesiva de whiskerías y tabernas, entre tiendas de barrio y “rockolas” que componen la estética de las calles. Puede verse también toda una gama de iglesias y cultos religiosos improvisados que se llenan de gente en un mercado espiritual ya saturado.

Esta mezcla variopinta de lo sagrado y lo mundano, de la espiritualidad y los excesos de la carne, pueden ser sintomáticos de lo que Freud llamaba el “malestar en la cultura” y que consiste en la necesidad de hacer frente a la miseria inherente a la existencia humana con base en paliativos de efecto narcótico. La religión, la bebida y el sexo se convierte, de manera independiente o mezclada en formas por las cuales se olvidan momentáneamente las condiciones adversas: “Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para superarla, no podemos pasarnos sin lenitivos («no se puede prescindir de las muletas», nos ha dicho Theodor Fontane)”. Esto trasluce una existencia deprimida que apuesta por el estado “cómodamente insensible” del título de uno de los temas de Pink Floyd. Mezcla de negocio rentable, miseria y explotación.

Es un paisaje preparado, se configura como recurso de mano de obra dispuesto en un medio improvisado y sobreexplotado que a falta de soluciones reales se inyecta narcóticos pasajeros. Pero las personas no están tan engañadas como podría pensarse. Todos sabemos lo que ocurre, todos hablamos de eso pero no hemos sido capaces de hacer mucho. Hemos caído en las redes de las mentiras oficiales, de las soluciones efímeras e incluso las hemos deseado, perpetuando con ello el problema y favoreciendo la opresión, porque la resignación ofrece esperanzas, como afirman los religiosos, pero toda esperanza no es más que eso, un eterno esperar…

Pero este pesimismo apocalíptico que escandalizaría al mismo San Juan no hace gala de la desesperación. Al igual que el filósofo de Otraparte, Fernando González Ochoa, resaltamos que las cosas en Colombia y, sobre todo, en Soacha, están por hacer. No podemos desfallecer ni callar, no podemos dejarnos atrapar por la trampa de lo inmediato y lo provisional. Afortunadamente, todavía mantenemos la dignidad y la memoria…

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