Carta abierta a las Águilas Negras

Sin esperanza de ser escuchado,

con la certeza de ser perseguido,

pero fiel al compromiso que asumí

hace mucho tiempo

de dar testimonio en momentos difíciles.

Rodolfo Walsh

Por Cézar Korrea, sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia

Aunque tengo motivos para hacerlo, no lo haré. En esta carta no les expresaré mi odio. Todo lo contrario. En esta carta los comprenderé; les plantearé algunas preguntas; y les haré una invitación. ¿Por qué? Porque creo en las palabras que dijo el Buda Gautama hace más de dos mil años: “Jamás el odio puede ser combatido por el odio”.

¡Rechazo sus amenazas!…, pero también las comprendo. Como yo, ustedes son hijos de la violencia. Como yo, ustedes han visto a sus familias pelearse, incomunicarse y separarse. Como yo, ustedes han desayunado, almorzado y cenado noticias, telenovelas y películas en las que abundan las balas y los muertos, pero escasean los abrazos y las lágrimas. Como yo, ustedes han sido uniformados, silenciados, gritados y sancionados en un colegio. Como yo, ustedes han escuchado en sus lugares de trabajo las palabras que dice Laberinto en su canción Jaula de oro: “No se sienta, produzca y obedezca lo que le ordenen”. Como yo, ustedes han adorado a ese hombre sangrante que es Jesús y a esa máquina de tortura que es su cruz. Como yo, ustedes han crecido en medio de aquellos que eligieron el camino de la guerra y de aquellos que, aunque eligieron el camino de la paz, fueron asesinados por ser opositores políticos. Sí, como yo, ustedes han crecido en medio del temor a Los Chulavitas, a las FARC, al MAS, al EPL, a las AUC. Sí, como yo, ustedes han crecido en medio de la grandeza truncada de Rafael Uribe Uribe, de Jorge Eliecer Gaitán, de Jaime Pardo Leal, de Luis Carlos Galán, de Jaime Garzón.

Con esto, ¿los estoy justificando? En absoluto. Les repito, rechazo y comprendo sus amenazas, que es distinto. Y las comprendo porque todos los colombianos y colombianas tenemos las manos manchadas de sangre –unos por acción y otros por omisión, unos por víctimas y otros por victimarios, unos por ordenar y otros por obedecer. Tanto es así que a estas alturas de la historia no son pocos los que han normalizado la violencia e, incluso, la disfrutan… Nuestras carnes se han tornado insensibles y ahora estamos al borde de las risas de la guerra. Infortunadamente, nuestra situación es similar a la que vivió el poeta inglés Wilfred Owen durante la Primera Guerra Mundial:

“Felices son los hombres que antes de caer
permiten que en sus venas se les hiele
la sangre,
a quienes la compasión nunca conmueve
ni conduce sus pasos por las calles
que asfaltaron los cuerpos
de sus compañeros muertos.
[…]
Algunos ya no sienten por sí mismos                                 
ni a sí mismos se sienten.                                                  
El azar y la duda de las bombas                                          
se resuelve en letargo e indiferencia                                  
y la extraña aritmética del hado
es recurso más fácil que su culpa.                                       
[…]
Tras verlo todo rojo
sus ojos quedan libres para siempre
del dolor y la angustia de la sangre.
Libres también de la pulsión del miedo,
sus corazones menguan.
Sus sentidos, como la carne viva
cauterizada ya hace mucho tiempo,
pueden reír, impávidos, entre los moribundos.
[…]
Maldito al que no aturden los cañones,
pues será como piedra”.

Sin embargo, hay algo que no comprendo. ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que leyó junto a su madre Al pueblo nunca le toca? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que en su adolescencia denunció a los expendedores de drogas que había en su colegio? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que alguna vez soñó con ser jugador profesional de Santa Fe? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que pasó tardes enteras leyendo El fútbol a sol y sombra? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que intentó, en vano, ser personero de su colegió? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que perdió once y, poco después, viajó a Medellín para estudiar Historia en la Universidad Nacional de Colombia? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que disfrutó del Detective Conan entre asombros y silencios? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que trabajó como pizzero y como vendedor en una chaza universitaria? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que no prestó el servicio militar y que, por eso mismo, jamás ha tenido un arma en sus manos? ¿Por qué amenazan de muerte a un hombre que toma más tinto que agua, que vive en arriendo, que es feliz gambeteando y haciendo caldos, que va en bus o en taxi a su trabajo, que suele ver propagandas de los años noventa mientras almuerza, y que siente en lo más hondo cualquier injusticia cometida en Suacha? En pocas palabras, ¿por qué amenazan de muerte al concejal Heiner Gaitán?

Creo en la paz, y es triste hacerles estas preguntas. Pero es todavía más triste decirles lo siguiente. Ustedes no solo amenazaron a Heiner. ¡También amenazaron a las 7.899 personas que le votamos y que estamos orgullosos de su trabajo como concejal de Suacha!… Así que, por un momento olvidaré mi tristeza y les diré sin vacilaciones: ¡todos somos Heiner! Es más, ¡hoy como ayer y mañana como hoy, todos somos los líderes sociales o políticos que ustedes han amenazado!

Disculpen, como de costumbre me he extendido demasiado. Ya es momento de finalizar estas líneas. Lo haré con una invitación… La insensibilidad crea abismos entre nosotros y el otro. Nos hace anularlo mediante la frialdad de las amenazas, el desprecio de las groserías y la dureza de las balas. Nos condena. En cambio, la sensibilidad construye puentes entre nosotros y el otro. Nos permite reconocerlo mediante la sinceridad de la crítica, el calor del respeto y la suavidad de los afectos. Nos salva. Por eso les he escrito. Para que no sigamos condenando a este país a la insensibilidad de la violencia. Por favor, como lo hizo el escritor argentino Ernesto Sábato, démosle una oportunidad a la sensibilidad de la paz y del encuentro humano:

“Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que siempre nos salva. Y si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente. A los años que tengo hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado o quebrado en nosotros”.

Atentamente,

Cézar Korrea, sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia clcorreab@unal.edu.co

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