Ser echado de la cancha, de la iglesia, del amor
la mirada limpia del que describe su entorno
como un canto de alabanza
Cortázar Pero vos entendés, claro, que el universo es
una sola cosa
María Negro
I
Te digo que fue un partido
cerrado, como si se tratara de cuerpos trabados en combate o que hicieran el
amor: Héctor y Aquiles tensando la carne para definir de una vez por todas la
suerte de Troya; o veintidós amantes trenzados bailando un tango de verdad; o
incluso un venado que se encarnizara contra un arbusto en el que hubiera
enredado su cornamenta, como para darte una idea aproximada de lo que fue esa
noche. El partido por cuartos de final entre Uruguay y Ghana en el mundial del
2010 será digno de recordar por varias cosas: por la intensidad manifiesta por
parte de ambos equipos para jugar y dejar jugar lindo; por el golazo de media distancia con que Sulley Muntari
abrió el marcador allá, en el minuto 45, y que Muslera todavía busca escéptico
en los entresijos de su red; por la parábola endiablada del tiro libre con que
Diego Forlán empató el partido unos pocos minutos después; por que durante los
noventa minutos los jugadores lo dieron todo y eso habla menos de una forma de
jugar fútbol que de una manera de habitar el mundo, de pasar por la existencia.
Fue un partido cerrado, difícil.
Los treinta minutos de la adición no fueron menos intensos y emotivos; con
todo, el marcador permanecía igual. Último minuto, el partido agonizaba,
terminaría después de un cobro de falta por parte de Ghana desde la izquierda
custodiada por el arquero uruguayo. Último disparo, última oportunidad: medio
estadio era una batahola de vuvuzelas; la otra mitad, una de silencioso pánico.
Entonces todo pasó con el vértigo del rayo: un jugador cobró, dos cabezazos
ghaneses cambiaron el rumbo del balón en el área grande y sembraron una
confusión de fin de mundo; Muslera salió con los brazos arriba a atrapar el
aire o la prisa o la vergüenza hecha mariposa y permaneció inútil en lo que
siguió, el balón cayó en los pies de un ghanés, fue rechazado por la pierna
atenta de Suárez, volvió a la cabeza de otro africano y emprendió su camino
inexorable rumbo al fondo de la red.
En cuestión de centésimas de
segundo, el balón iba ganando velocidad y se acercaba a la línea paralelo a un
metro setenta del suelo; parecía que Ghana lograba la gesta de ganarlo en el
último aliento, un tambor lejano repetía su eco por praderas y sabanas
africanas al tiempo que la luna errática anunciaba cantos y festividades en la
cuna de la humanidad. Y entonces Luis Suárez, sostenido como un espartano ante
las huestes aqueménides de Xerxes, convirtió el arco uruguayo en su Termópilas:
Leónidas transmutado indio charrúa, simple y llanamente le metió la mano al balón
para impedir el gol.
Insólita, latinoamericana,
hartera, rabiosa, la mano de Luis Suárez detuvo el balón sobre la misma línea,
implicó su expulsión y significó cobro de penalti a favor de Ghana en la
postrimería del encuentro. Eran los últimos segundos del minuto 120, cuando
Suárez salió de la cancha mordiendo la camiseta al tiempo que trataba de
contener con una mano la humedad que se le asomaba por los ojos mientras los
demás uruguayos, desolados, miraban cómo Asamoah Gyan, la gran estrella
ghanesa, ubicaba el balón en el punto blanco para ejecutar la falta.
Por eso cuando el disparo del
ghanés se estrelló en el travesaño y dejó con vida a Uruguay para jugarse todo
en los penaltis, fue tal la alegría que un suplente del equipo charrúa se
desmayó. El partido se acabó. Uruguay ganó la tanda de penaltis con un Panenka del Loco Abreu y pasó a
semifinales: repetía su mejor actuación en cuarenta años de copas del mundo
desde que alcanzara la misma ronda en el mundial de México lindo y querido de
1970.
II
Por la misma época de Woodstock y de los hippies, unos curas pusieron a dialogar los textos de Marx con los
evangelios y se hicieron preguntas esenciales sobre la desigualdad y el sentido
del cristianismo en estas tierras. Estos curitas latinoamericanos se ganaron
casi desde el principio la buena fe del pueblo y la mala voluntad del Vaticano.
Desde Roma creían que la lectura de Marx era perjudicial (siempre!) y preferían
que sus sacerdotes en tierras tropicales no tocaran esos temas y mejor se
dedicaran a enseñar en diciembre asuntos más tranquilos y espirituales de la
laya “ya la oveja arisca/ ya el cordero
manso/ ven a nuestras almas/ ven no tardes tanto”. Por eso cuando Juan
Pablo II, el sumo pontífice, tuvo la oportunidad de ver a Ernesto, el
sacerdote, el poeta, en Nicaragua, le pegó una regañada de fin de siglo que
desembocaría en la suspensión de su ministerio como cura. El sumo pontífice ignoraba que las cosas a
este lado del mundo no son como en Europa. No podía ver –o vio y no le importó–
que Latinoamérica buscaba su propia forma de ser y estar en el mundo
manifestada no solo en la Teología de la Liberación sino en el Realismo Mágico
y en su apropiación particular de la música y los sonidos del mundo; en su
diálogo permanente entre el territorio y la sensibilidad. No vio, o no quiso
ver y entender: el caso es que a Ernesto Cardenal le cobraron ponerse del lado
de los pobres, de aquellos cuyo reino aparentemente no es de este mundo pero
que compartían –comparten– el hambre y la necesidad como el más escandaloso
patrimonio. Lo suspendieron de la iglesia por defender a los pobres desde el
sermón del domingo, desde la denuncia escrita de su poesía y desde su potente
acción social: tres formas de habitar el mundo poderosas y negadas; tres formas
de transformación social sobre las que se quiso poner un impúdico veto.
III
En 1983, Juan Pablo II visitó
oficialmente Nicaragua y frente a las cámaras de todo el mundo no desperdició
la oportunidad de amonestar en la misma pista del aeropuerto a Ernesto Cardenal
por “propagar doctrinas apóstatas (traicioneras), según la fe católica”. “usted
debe regularizar su situación” le dijo dos veces Juan Pablo II con el ceño
fruncido al poeta nicaragüense que mientras tanto descreía el regaño del
representante de Pedro en la tierra y se sonreía con una mueca celestial. Su
defensa de la base humilde del cristianismo le valió la suspensión de su
ejercicio ministerial casi que en vivo y en directo para todo el mundo.
IV
Cuando Gerard Piqué en una
entrevista le preguntó por la acción con la mano en aquellos cuartos de final
de Sudáfrica 2010, Luis Suárez dijo: “Fue una mezcla de estar triste y
deprimido por la expulsión y porque si hacían el gol íbamos a perder. Y
bueno…cuando a los 30 segundos el ghanés erra el penal, fue la satisfacción de
haber arriesgado por algo que valía la pena”.
V
Pasaron treinta años, dos papas y
varios escándalos para que la iglesia católica se diera cuenta de su monumental
equivocación y volviera a acoger a Ernesto Cardenal en su seno. Para cuando el
papa argentino Francisco (sheee) se dio cuenta de la monumental cagada, ya el
casi excurita nicaragüense había sido postulado al Premio Nobel de Literatura y
se había dado el lujo de compartir lecturas poéticas con el subcomandante
Marcos con la complicidad de la Universidad de Sonora en el 2007.
Ernesto Cardenal murió hace una
semana, a la edad de noventa y cinco años. Dejó escrito:
En la hamaca sentí que me decías
no te escogí porque fueras santo o
con madera de futuro santo
santos he tenido demasiados
te escogí para variar
VI
Mi amigo Dino Campana lee el
texto en silencio, hundido detrás de la pantalla de su portátil. Cuando
termina, estira los brazos, bosteza, bebe un largo trago de café y arroja por
fin el resultado de su examen literario: “El poema de Cardenal es lindo, pero
el optimismo de tu literatura es lamentable”.
¿Para qué decirle que no, si
tiene razón?
Escribo con optimismo para
aspirar a que las cosas sean diferentes en otro plano pues acá, en la realidad,
soy un monstruo que encontró el amor, no supo cuidarlo y fue expulsado con
razones suficientes para siempre y sin final feliz. Sin el heroísmo de Suárez o
el fervor de Ernesto Cardenal, mastico el cardo de tu ausencia y escribo amargo
la historia de dos expulsiones que terminaron bien para no escribir la mía, que
terminó mal.
Todavía refulge tu mirada
ambarina por entre los libros de la casa y la piedrita que traje de Chiapas.
Pero eso no lo sabes tú, ni mi
amigo Dino Campana.
Y tampoco es necesario.
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