Un libro obligado para todo escritor de periódicos
Aunque a estas alturas no son pocos los que han desestimado la codificación de Nuevo Periodismo con que Tom Wolfe se deshizo de las viejas normas en el ejercicio de la prensa, nadie puede negar que fue esta generación de reporteros la que enteró al mundo de que el periodismo podría superar le mera acumulación objetiva de hechos: los periodistas empezaban ya a pensar como novelistas desde una sala de redacción.
En La banda que escribía torcido. Una historia del nuevo periodismo, Marc Weingarten reportea con la severidad de un hagiógrafo, pero de manera dinámica y resumida (540 páginas), la manera como Jimmy Breslin, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, John Sack, Michael Herr, y posteriormente los ya consagrados Truman Capote, Norman Mailer y John Hersey, volaron por los aires la manera convencional de hacer periodismo en Norteamérica y en el mundo bajo la batuta de esa especie de gurú reivindicador en que se erigió Tom Wolfe. Solo con un riguroso trabajo de campo, más de 70 extenuantes entrevistas y una sumersión profunda en los más recónditos archivos de los periódicos neoyorquinos en particular y estadounidenses en general podría constituir esta especie de biblia para todo escritor de periódicos.
Y lo de volar por los aires la vieja prensa fue literal. Al menos literariamente literal. “¿Qué te parece volar por los aires el edificio del The New Yorker en Nueva York?”, les propuso un joven Tom Wolfe a Clay Felker, su jefe, director del New York (suplemento cultural del New York Herald Tribune), y a su equipo de trabajo, entre quienes se encontraba el legendario Jimmy Breslin, quien murió en marzo de este año. Era el primero de los intentos de Wolfe de echar por tierra un periodismo que consideraba de “viejos bisontes”.
Así fue como Wolfe publicó el primero de varios terremotos que fundarían el Nuevo Periodismo, un texto de más de 10 mil palabras en el que, basado en datos que extrajo audazmente de periodistas y gentes allegadas al New Yorker (Hunter Thompson entre ellos), dinamitaba la forma en que se ejercía el periodismo en la consagrada institución de la prensa cultural de la gran manzana. Mil, dos mil, treinta mil, cincuenta mil palabras para un artículo, no importaba.
Le llovieron rayos y centellas a Wolfe. “Al principio, toda aquella atención me dio miedo. Ahí estaba yo, un reportero que ganaba ciento treinta dólares por semana, un sueldo miserable, con todas aquellas personas arremetiendo contra mí. Clay (Felker) también estaba acongojado”, declararía Wolfe.
Carpinteros del texto
Otro ángulo atractivo del reportaje es la intervención de la figura del editor, tan escasa en libros de este tipo. La carpintería a la que se han sometido los trabajos de no ficción de mayor relieve en la historia gringa reciente, aparecen acá abordados de manera sencilla y no por eso poco exhaustiva.
Esto recoge Weingarten, por ejemplo, sobre el aludido editor Felker, tal vez más importante que Wolfe mismo: “Felker no tardó mucho en convertirse en un director de revistas en ciernes: creó su primer periódico a los ocho años –‘el equivalente editorial a un puesto de limonadas’, recordaba…“Hayes lo veía (a Felker) como un emprendedor, un moscardón con una enorme capacidad intelectual y un talento especial para coleccionar gente importante como si fueran plumas Montblanc…’siempre estaba afuera, en alguna fiesta cotilleando, buscando la combinación perfecta entre historia y redactor’, dijo John Bevendt, antiguo editor de Esquire”.
Pero sería injusto terminar esta reseña – que omite a los también ya muy referidos Gay Talese (Fama y oscuridad), Hunter S. Thompson (Los ángeles del infierno) o Joan Didion- sin referir el relieve de Jimmy Breslin, de quien Weingarten se ocupa largamente.
Cuando tras la muerte de John F. Kennedy todos estaban pendientes de escribir sobre la vida del prohombre, Breslin fue directo a entrevistarse con Clifton Pollard, el enterrador que vio por última vez al expresidente: Cavar la tumba de JFK fue un honor, fue el título de su artículo, que dejaría ver lo que se venía: “una clase de escritores contestatarios dispuestos a documentar con precisión lo que vivían aquellos personajes que estaban en los márgenes de la sociedad”.
Y es que, escribe Weingarten, mientras a Gay Talese le interesaba la caída libre de la fama de los personajes, Breslin se ocupaba más del pobre tonto que nunca pasaba del primer escalón, como cuando se ocupó de perfilar al jugador más malo e imbécil del equipo de béisbol de los Mets, texto que se convirtió en su primer libro, y que lo catapultó como cronista estrella.
Finalizo con tres citas sobre el pelaje periodístico de Breslin: “…nunca aprendió a conducir y todas sus investigaciones las realizó a pie…recorría las calles rastreando buenas historias en los apartamentos y en los bares irlandeses, estableciendo contactos cruciales…”. “Pero la mirada profunda que Breslin ejercía sobre la cultura subterránea fue tomada con suspicacia por sus compañeros de profesión, sobre todo porque las crónicas parecían demasiado duras para ser ciertas. El talento de Breslin como escritor era obvio, pero, ¿acaso no se lo inventaba todo? El director de la sección local de The New York Times. A. M. Rosental, compartía esa opinión, de modo que un día acudió (al bar reporteado) para comprobar en primera persona. Uno de los personajes habituales de las columnas de Breslin estaba en el bar…otro de sus matones favoritos, un gamberro apodado El Primo, estaba en la oficina…todo encajaba”. “Breslin no podía soportar el periodismo en manada; si un puñado de periodistas se dirigía fervientemente en una dirección, él tomaba el camino opuesto en busca de la única y verdadera crónica”.
La banda que escribía torcido. Una historia del nuevo periodismo. Marc Weingarten. Libros K.O.
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