Educación: ¿un servicio de mala calidad?

Hace tiempo tuve conocimiento de una reunión informal entre algunos candidatos políticos. Al calor de la lagartería del momento se discutían los grandes problemas del municipio, así como las soluciones más apropiadas que una persona competente llevaría a cabo en un merecido cargo público. De las conclusiones de esta reunión sólo me llamó la atención una (y es lo único que recuerdo), proferida por alguno de los más eminentes personajes congregados. Según él, el problema de la educación en Soacha es la falta de compromiso de los docentes, quienes deberían trabajar sin importar la retribución económica, pues, afirmaba este egregio orador, la docencia más que una profesión es una vocación. Por supuesto, el apunte fue celebrado y aplaudido por varios de sus más acérrimos seguidores, dando por descubierta la identidad del flagelo que arruina este prístino derecho ciudadano.


Ahora bien, lo que menos importa es si este relato de segunda mano se adecúa o no al que se dio en la realidad, si es verídico o apócrifo, lo realmente importante es que permite vislumbrar un punto de vista compartido por muchos. No voy a defender o justificar a nadie. No me interesa quedar bien, sólo quiero expresar una opinión, y si alguien se siente aludido, como dice una canción de Silvio Rodríguez, “sépase que se hace con ese destino”. Quiero examinar rápidamente qué hay detrás de tales afirmaciones.

Como es sabido, quienes participan directamente del proceso educativo son los docentes. Como Atlas, sobre sus hombros recae este mundo. Y es cierto, en muchos casos no existe una conciencia de la importancia de esta labor. La mediocridad y la falta de profesionalismo pululan por doquier. Pero en el caso de los colegios públicos, ¿no son los mejores, puesto que presentan un examen que mide la calidad de sus conocimientos disciplinares y pedagógicos? ¿O es que no todos ellos lo han presentado…? Tampoco falta que personas muy jóvenes se dediquen a una labor que requiere mayor preparación y que esta circunstancia los haga presa de personas inescrupulosas que justifican salarios irrisorios con la “falta de experiencia” y, peor aún, el “favor” de permitir adquirirla. El llamado de atención sobre la calidad del trabajo docente no es poca cosa. Si los cimientos de la educación no son sólidos, el edificio se cae por su propio peso. Si los docentes somos reprobados en pruebas de conocimiento, si ignoramos cosas que deberíamos saber y si, además, no reconocemos nuestras falencias, difícilmente sería posible una mejora cualitativa en los procesos educativos y de las condiciones laborales.

De modo que sí, nuestro personaje tiene razón en su apreciación: los docentes tenemos parte de la culpa. Pero supongamos que la situación mejora, que, motu proprio, los profesores nos volvemos excelentes, nos especializamos en nuestras áreas, en bilingüismo, en inclusión, en psicología, en TICs, en servicios generales y atención al cliente. Digamos que volvemos al idilio de los profesores eminentes, respetables y respetados. ¿Eso es todo o la punta del iceberg? Porque hay aristas del problema que percibimos (al menos sumariamente), pero que no siempre se hacen explícitas. Porque, ¿cuánto se le pagará a estos Maestros? ¿Un salario mínimo acaso? ¿Un salario mínimo edulcorado generosamente con prestaciones de ley en un contrato de prestación de servicios? Claro, alguien podría objetar: “¡Pero qué materialista! (desde luego sin tener idea de qué significa tal palabra) ¡Si la docencia es una vocación! Por pensar en el dinero y no en los estudiantes es que estamos como estamos… etc, etc, etc…”, objeción que dista de ser completamente inventada, puesto que se repite una y otra vez en la boca de las más variadas inteligencias.

Pero pregunto, ¿cómo es posible que se pague el trabajo calificado al precio, en sí injusto ya, del trabajo que no lo es? ¿Cómo dimensionar que un profesional no reciba la retribución que merece? ¿Cómo se espera que se camine sonriente y con paso firme cuando resuenan las cadenas de la explotación más rapaz? Y sobre todo, ¿cómo se espera educar para la libertad y la dignidad cuando soportamos el sometimiento servil, indigno e insensato de condiciones abyectas? Puede que la docencia sea una vocación, como se supone es toda profesión, pero es hipócrita hacer alarde de tal romanticismo en una sociedad en la que, de hecho, la mayoría de personas trabaja en lo que les toca y cuando el argumento inapelable de los bajos salarios es la fila de desempleados “que trabajarían por menos”. La docencia es un trabajo y la buena calidad exige buena remuneración. Y esta reciprocidad no puede ser borrada por aquellos que negocian con la educación. La “vocación” ha sido la fachada que ha ocultado el enriquecimiento de algunos sobre la miseria de muchos.

La educación no es responsabilidad exclusiva de los profesores, y esto en al menos dos sentidos. En primer lugar, la educación es un proceso que concierne a toda la sociedad. En él intervienen las costumbres familiares, los comportamientos en la calle, los medios de comunicación y todo tipo de contacto social (real y virtual). Educar tiene que ver con la formación en las prácticas y valores reales de la sociedad en la que se vive, y que no son siempre, ni necesariamente, los que quisiéramos ni los que la moral dicta. De hecho, muchas veces ambos aspectos entran en contradicción, sobre todo cuando es más rentable hacer pedazos la moralina que se predica. Los centros educativos están diseñados de tal manera que se distingan de otras instituciones (cárceles, reformatorios, hospitales, etc., que cumplen funciones similares), pero a la vez difumina la responsabilidad de todas ellas (como en el caso de instituciones políticas y económicas) en la labor de educar, precisamente porque funcionalmente esa es su especialidad.

El otro sentido tiene que ver con la forma en la que se configuran los establecimientos educativos. En esta disposición no sólo entran intereses filantrópicos emanados de la vocación por la educación (si realmente los hay…), sino fuertes intereses políticos y económicos. Si pensamos en lo público, los colegios son hacinamientos en los que pervive el desinterés de muchos (docentes, directivos, funcionarios, estudiantes, padres de familia…) pues en apariencia los gastos no tienen doliente, cuando en realidad los dolientes somos todos, y no sólo porque parte de nuestro dinero se invierte en ellos (bueno, el que todavía dejan llegar…), sino porque allí se forman la mayoría de nuestros conciudadanos.

En lo privado, encontramos negociantes cuyo interés primordial es la ganancia, que hacen de los docentes trabajadores explotados (y sobreexplotados) y a los estudiantes mercancías. Ya lo dijo Marx con ironía: “un maestro de escuela, por ejemplo, es un trabajador productivo cuando, además de cultivar las cabezas infantiles, se mata trabajando para enriquecer al empresario. Que este último haya invertido su capital en una fábrica de enseñanza en vez de hacerlo en una fábrica de embutidos, no altera en nada la relación”.

Lo anterior no es una justificación de la mediocridad de algunos docentes, tampoco pretende aducir la razón del desinterés que muestran muchos estudiantes y padres de familia. Evidentemente tanto de uno como de otro lado tiene que haber exigencia. Es una llamada de atención hacia un sistema educativo que no parece buscar la excelencia sino todo lo contrario, la extensión de la mediocridad especialmente en los sectores más pobres. Este no es un problema que se solucione con sólo decretos y jugadas burocráticas. El compromiso, como la responsabilidad, es conjunto, y de este nadie se puede lavar las manos pese a que impunemente se haya hecho ya. Pero también es cierto que la organización institucional y política de estos centros es fundamental.

De un derecho se ha pasado olímpicamente a un servicio que cada vez se deja más en manos privadas que no necesariamente aseguran la calidad esperada, puesto que la búsqueda de ganancia no implica brindar buena educación, así se explote más a los trabajadores. Ni como derecho ni como servicio ha funcionado a cabalidad el sistema educativo, aquellos que manejan la fábrica de hacer títulos de bachiller sólo han encontrado soluciones fáciles en los recortes de presupuesto, en la privatización muchas veces convertida en un cínico negocio que pone a funcionar establecimientos que no deberían merecer el nombre que se les da.

Si queremos tener una visión global del problema, visión que sobrepasa en mucho los límites de este artículo, no podemos evadir responsabilidades, pero tampoco cargar con esta cruz al chivo expiatorio de siempre. El asunto de la educación, como el de la salud, es político, económico y cultural, entre tanto no se busquen soluciones estructurales que piensen más en la inversión social que en el lucro de unos cuantos los esfuerzos particulares sólo serán vistos como islas que no tendrán mucho impacto en una sociedad supuestamente democrática.

No sólo educan los docentes, también los políticos y los medios de comunicación lo hacen, pero, ¿qué puede esperarse de tales ejemplos de corrupción, incompetencia e ineptitud como los que hemos visto hasta ahora? Una sociedad que crece, como lo anotaba Rafael Gutiérrez Girardot, buscando el enriquecimiento fácil, con una mentalidad mafiosa y narcotraficante que de hecho inculcan los medios de comunicación con modelos vulgares y estereotípicos que hipócritamente desmienten pero no acaban, precisamente porque es más rentable llenar la cabeza del público con entretenimiento frívolo que buscar mejores contenidos.

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