Soacha no es una ciudad, es una abstracción
Parafraseando al poeta inglés Dylan Thomas, quien consideraba que lo mejor de las ciudades eran sus bares, no cabe duda que quienes hayan escuchado una cantidad considerable de narraciones emocionantes y terroríficas sobre los bares de Soacha, saben que lo más anecdótico del mundo-y especialmente para mi generación-fue haberlos frecuentado, sobre todo si aquellos lugares representan todavía un recuerdo intacto en nuestra vida, y de cierta manera, un referente común para identificarnos como pueblo.
Ningún día, como la noche de un viernes y la madrugada de un festivo, baila y bebe tanta gente dentro de los bares y discotecas. Y es que la condición humana tiene una marcada tendencia hacia la concupiscencia, hacia el alcohol, hacia los oscuros y olvidados laberintos de los antros, y nada le gusta tanto a los pendencieros, con seis o siete gotas de sangre fría en la cabeza, que las reyertas, sobre todo si inconscientemente provocan muertes o heridas. Lo más recurrente en una novela policiaca es que una persona después de haber pasado todo el día entregado a ocupaciones poco interesantes, se tope en los bares con prófugos criminales, o se convierta en testigo espontáneo de delitos. Si el lugar tiene un ambiente lúgubre o un inequívoco aspecto de moda, es apenas natural que cualquier autoridad de policía se le ocurra bautizar esos lugares como escenarios delincuenciales. Pues bien, esa ha sido la imagen que a grandes rasgos nos han vendido de algunos sitios de diversión nocturnos que existieron en el municipio de Soacha.
Eso ocurre en las novelas negras, en los rumores de las beatas, y en los tabloides de uno que otro periódico amarillista. Pero en la vida real vale la pena ser un poco más desapasionado. Sin desconocer que algunos bares fueron ocasionalmente focos de violencia, es importante destacar que los habitantes de Soacha suelen referirse con respeto y nostalgia a ciertos lugares comunes: Reflection, Chaplin, Londres, La Caseta de las Estrellas, Té Liliana, Siboney, entre otros, sin contar con los más reconocidos de las zonas de tolerancia.
En un tiempo, y en cierto tipo de historias, estuvo de moda Reflection, un lugar de carnaval, muy pintoresco y alegre, con algo de picardía incandescente. Allí, bajo la esfera de espejos se fraguaron amores y desamores, conspiraciones políticas y cómicas escenas de borrachos caídos en desgracia. Un lugar común en el que confluían bachilleres, políticos, empresarios, obreros, y uno que otro desadaptado. De allí que mis compañeros de colegio se hayan enamorado por primera vez -incluyéndome, claro-, cosa que todavía se precian, como algo que remotamente olvidarán. De la Caseta de las Estrellas se sabe que fue epicentro de sendos concursos de baile, especialmente de salsa, donde la ropa gogó se impuso en medio de Richie Ray y Bobby Cruz con su Sonido Bestial. Siboney era una especie de refugio para coleccionistas del vinilo, donde el son cubano apaciguaba las penas y reanimaba el alma. Las imágenes de Beny Moré y Pete “El Conde” Rodríguez decoraban las paredes.
Sería muy interesante preservar la tradición de la cultura de los bares, como baluartes no sólo de la atmósfera del esparcimiento y el desahogo, sino del imaginario popular, el que reproduce historias y propicia las tertulias, antes de que la aparición de nuevos centros comerciales, y la masiva construcción de ciudadelas terminen agotando el último intento de reconocernos como pobladores de una ciudad, que no es precisamente Bogotá.
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