¿Qué nos dejó la visita de Francisco?
Estaba hablando para el mundo y sin embargo conmovió a los colombianos. Pisó callos por doquier pero se abstuvo de pisar los callos más sensibles. Lo que dijo -y no dijo- este papa carismático muestra mucho sobre las paradojas hondas de Colombia y sobre el cambio gigantesco que él representa para la iglesia Católica en el mundo. (Hernando Gómez Buendía)
Los mensajes y los públicos
Francisco vino a hablar de religión, no de política .
Aunque nuestros políticos querían que hablara de política, el papa habló de religión y le dio los acentos que no querían oír los políticos: no habló sobre el Acuerdo de paz, pero sí sobre las cosas que esos políticos no hacen para que exista la paz en Colombia.
Porque es un líder religioso, Francisco no vino a hablar de Colombia sino desde Colombia y para que le oyeran sobre todo en Colombia.
Me explico:
Las visitas del papa son hoy por hoy el principal instrumento de “difusión de la fe” (“propaganda fide”), y por eso Francisco utiliza sus giras para impartir enseñanzas a los 1.245 millones de católicos del mundo. Casi todo lo que hizo y lo que dijo en Colombia corresponde por tanto a su proyecto de transformación radical de la iglesia universal.
Los católicos del país visitado son la audiencia inmediata del pontífice, y la cobertura de superestrella que recibe de los medios le asegura una gran penetración. Pero para llegar a los católicos de Colombia, Francisco les habló desde su realidad de colombianos.
La visita del papa es concertada con el Gobierno y los obispos locales, de modo que su agenda es cuidadosamente diseñada para tener relevancia en el país y no pisar sino los callos que el papa quiere pisar.
En el caso particular de Colombia, los dos temas políticos que podían preverse como agenda eran:
Por parte del Gobierno, el proceso de paz y el “posconflicto” que fue el motivo de la invitación y se plasmó en el anuncio oficial de la visita como “un momento de gracia y alegría para soñar con la posibilidad de transformar nuestro país y dar el primer paso”;
Por parte de la Conferencia Episcopal, lo natural era esperar que el papa reiterara sus reclamos ante el Estado colombiano, que sobre todo tienen que ver con el estatus de la iglesia y la defensa de la vida y la familia tradicional.
Pero ni el Gobierno ni la Conferencia Episcopal lograron lo que esperaban de Francisco.
La paz sin la paz
Cuando en Colombia se habla de la paz, hablamos por supuesto del proceso de La Habana, del Acuerdo que costó tantos sudores y fue materia de tantas controversias. Es la paz con las FARC como actor principal del “conflicto armado interno” que duró medio siglo y ocasionó seis millones de víctimas.
Fue la paz que mereció el premio Nobel y las resoluciones de la ONU, la misma paz que motivó la invitación al papa. La paz que el presidente Santos quiso celebrar con la visita pontificia cuando- desviando las palabras de Francisco sobre la alegría de los jóvenes- dijo que “no podemos dejar que nos la roben”.
Pero Uribe se robó el derecho de Colombia a festejar el fin de aquella larga pesadilla.
La culpa fue de Santos y de la estupidez del plebiscito, que nos forzó a partirnos en mitades y convirtió a Uribe en el vocero de la mitad más uno de Colombia.
Un error garrafal que además está llevando a que las elecciones del año entrante sean una repetición inverosímil del plebiscito, para requete-confirmar o para “hacer trizas” el Acuerdo que para entonces ya estará cumplido. Será votar contra unas FARC que ya no existen, algo así como la cuarta vuelta de la segunda elección de Santos, casi como votar a estas alturas sobre el pacto de Benidorm que se firmó en 1956 o sobre el tratado del Neerlandia que se firmó en 1902.
Y Santos cometió la estupidez adicional de invitar a Uribe a la audiencia en Roma, dándole así una dignidad que no le corresponde y –sobre todo- obligando al papa a darle el mismo peso a la opinión de Uribe que a la del propio presidente. Una opinión que Uribe reiteró en su mezquina carta del día anterior a la llegada de Francisco.
Este fue el callo que Francisco no podía pisar y se cuidó quirúrgicamente de pisar. Pero también este fue el silencio que le dio un aire surrealista a su visita, cuando el papa les habló a los colombianos pero no les dio luz sobre el tema que más les interesa, que por lo mismo despistó a la gente y dejó a todo mundo convencido de lo que ya estaba convencido acerca del Acuerdo (y para verlo basta con leer las primeras reacciones de nuestros candidatos y nuestros “analistas”).
Y sin embargo Francisco sí vino a hablar de otra paz surrealista y de la paz verdadera que necesita Colombia:
La paz surrealista no es entre la guerrilla y el Estado colombiano, sino entre Santos y Uribe. Es la “reconciliación” sobre la cual Francisco habló en todos los tonos y por la cual regañó a los obispos (que también se dividieron por culpa del plebiscito), una paz que no se da entre los dos enemigos en la guerra sino entre dos políticos que se pelean por el mérito de haber ganado la guerra que ganaron entre ambos.
La paz profunda o verdadera es la que no hacen los políticos y de la cual habló Francisco de la manera más insistente y más conmovedora. Es la paz de acabar la injusticia “que genera exclusión y violencia”, la de optar por “los postergados y los arrinconados”, la de saber la verdad sobre los crímenes de guerra, la del perdón y la de ser “más grandes que nosotros mismos”, la del dolor sin nombre de las víctimas viejas que hoy tienen dos beatos, y del dolor sin nombre de las víctimas nuevas que oraron y lloraron en Villavicencio. La paz que el papa nos dio el derecho a soñar y sin embargo no estamos construyendo.
Pero pasemos al mensaje religioso.
El gran transformador
Ese mensaje no fue el que quería la Conferencia Episcopal de Colombia, a juzgar por sus peticiones oficiales al Estado- sobre la adopción gay, el aborto en circunstancias especiales, la eutanasia, o la inclusión de sacerdotes en la junta directiva de entidades oficiales-.
Francisco no habló de eso, y este silencio elocuente en mi opinión se debe a que él es la cabeza y el símbolo de una transformación histórica de grandes proporciones en la iglesia Católica: el cambio gigantesco de acabar de renunciar al poder temporal para volver a ser un gran poder espiritual.
Durante 15 siglos, el papa tuvo un poder (“temporal”) igual o superior al de los reyes de Europa, pero hoy ese poder se ha reducido al mini-Estado Vaticano y a los privilegios que la iglesia logra mantener mediante “concordatos” (como los de Colombia de 1887 y de 1973- que en buena parte fue declarado inconstitucional-).
En el caso de América Latina hay que añadir el hecho de que la Iglesia cogobernó con la Corona Española y que en varios países (incluido Colombia), la jerarquía sigue siendo parte o estando cerca del “establecimiento”. Por eso la renuncia de Francisco al poder temporal de la iglesia puede tener aquí mayores resistencias.
El poder espiritual del papa viene de ser el jefe de una religión universal, pero ese poder también ha decaído como fruto del proceso de secularización; de las posiciones reaccionarias de la iglesia a lo largo de toda la modernidad; de la burocratización y el olvido de los necesitados; de los escándalos -comenzando por la venta de indulgencias en el siglo XVI y rematando por la pederastia de estos últimos años-; y de la competencia de otras iglesias cristianas que hoy se da sobre todo en América Latina.
Pues bien, ante la continuada pérdida de poder y presencia de la Iglesia Católica en el mundo, el papa Francisco ha venido a encarnar el proyecto de re-encontrarse con las multitudes en el punto que les es más sensible: la experiencia del dolor humano.
En lugar de juzgar y condenar -como la Iglesia oficial- Francisco apuesta a comprender y a solidarizarse con todas las personas en su dolor humano -y en proporción a su dolor humano-. Por eso sus interlocutores preferidos son los niños con síndrome de Down, los drogadictos, los enfermos terminales, las mujeres violentadas, los refugiados, los migrantes sin techo, los presos, los pandilleros, los indígenas, los afrodescendientes, las víctimas de todos los horrores, los desechables, los arrinconados y los pisoteados de la Tierra.
Por eso Jorge Mario Bergoglio tomó el nombre de Francisco, el de Asís, el “poverello” (pobrecillo), el simple.
Esa es la fuerza moral de su proyecto y es el regreso al Jesús de los humildes, los que le da a Francisco la incontestable autoridad del Evangelio. Pero también es la razón de las duras o aun de las “perversas” resistencias que ha encontrado dentro de la Iglesia, la razón de sus ambivalencias, y la razón de su distanciamiento de los poderosos y de las leyes brutales del mundo como es (o por lo menos del mundo como ha sido construido por el capitalismo).
Para decirlo de manera bruta: Francisco viene del movimiento teológico que concluyó por darle la razón a Lutero, para esperarlo a la vuelta del siglo XXI.
- Son de Lutero el rechazo de la Iglesia apoltronada y del clero arrogante para volver a la creencia y la vivencia del encuentro personal o íntimo con Dios;
- Son del siglo XXI la des-infantilización de los dogmas y misterios (por ejemplo, que no hay milagros sino “relatos simbólicos”) y la reformulación del mensaje religioso en los términos contemporáneos de los derechos humanos (las tres “T” de Francisco en Cartagena- techo, trabajo, tierra-) y la preservación del medio ambiente (la de Francisco en la Orinoquia y de su encíclica Laudato si).
Este giro teológico se extiende a la política. Para seguir diciéndolo a la bruta:
- Fueron primero los siglos entre el Edicto de Milán (313) y la derrota de los Estados Pontificios (1870), cuando la Iglesia estaba en el gobierno y sus doctrinas, al menos en principio, inspiraban las grandes decisiones de política.
- Con León XIII (1878-1909) y su encíclica Rerum Novarum, vino después la “Doctrina Social de la Iglesia” que inspiró a los partidos demócrata-cristianos y ayudó al pacto obrero-patronal bajo el Estado Benefactor en Europa.
- Ni ese pacto ni ese Estado eran posibles en América Latina, de modo que aquí nació la “teología de la liberación” con su llamado a la movilización popular y sus nexos con las guerrillas marxistas de todo el continente.
Pero a falta de estar en el gobierno, de un partido que encarne sus banderas, de la subversión o de las luchas sociales abiertas, la defensa de los excluidos deja de ser política y se convierte en una exhortación o en una prédica:
- Exhortación para que los creyentes practiquen la caridad personal hacia los desvalidos – como lo hacen los mejores entre ellos (y de los cuales en Colombia hay muchos, esos que son los héroes que tenemos)-,
- Y prédica moral porque el papa se limita a utopías, sin explicar qué vendría a reemplazar el capitalismo o cómo erradicar el consumismo, de modo que su discurso se contrae a los efectos profundos pero inciertos y de largo plazo, que pueden esperarse de una pedagogía ciudadana.
Para cerrar a la bruta: la iglesia como ONG, y no como actor político.
Al encuentro de Colombia
Para los muchos creyentes y para los 43,5 millones de personas bautizadas en Colombia, la visita del papa fue una ocasión excepcional para revivir o reencontrarse con su fe, para plantearse las preguntas insondables o reafirmar las respuestas que la iglesia les ofrece, para tener- en fin- la experiencia religiosa, la vivencia de “lo sagrado” o de “lo otro” que a sus propias maneras han descrito y discutido los psicólogos de William James a Freud, los antropólogos de Mauss a Eliade, los filósofos de Plotino a Kierkegaard y los místicos de Santa Teresa a Edith Stein.
Como también son muchas las personas colombianas, bautizadas o no, que no comparten, ni sienten ni se conmueven con la presencia del papa, o para quienes la religión es superchería.
Por otro lado – y hasta en perjuicio de lo religioso- estuvo por supuesto el espectáculo de los ritos, el papamóvil y los gentíos más nutridos de la historia. Cinco días de alegría y de “soñar en un país mejor”. Los medios y las redes buscando todos los ángulos y los no-ángulos de la noticia. La procesión de rostros y de risas y de lágrimas como en un duro y colombiano Sueño de las Escalinatas. En resumen: lo que algún politólogo aburrido llamaría nuestra “religión laica”.
Lo que no fue aburrido fue el carisma del papa, su humildad, su alegría, su preferencia por los arrinconados, sus colombianismos, sus colombianadas, su capacidad de comprender y de dignificar a todas las personas, de hacer pensar y conmover a los creyentes y a los no creyentes.
Y de su parte Colombia salió al encuentro del papa con esa mezcla de fe y curiosidad que mostró un poco más de lo mejor que somos y un poco menos de lo peor que somos. La generosidad de las gentes sencillas, la sabiduría inédita de los pisoteados que tomaron la palabra en cada encuentro, la paz –sí- o ese pedazo que hemos logrado con tantísimo trabajo, nuestro empeño en tener “por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
La mezquindad de los políticos, el oportunismo de candidatos y de guerrilleros, la incomodidad de quienes no oyeron lo que querían o tuvieron que oír lo que no querían, los periodistas atolondrados y comerciantes desaforados, los empujones en las calles y las sandeces en las redes sociales quedaron todos tapados por la persona excepcional que visitó Bogotá en el día de la reconciliación, Villavicencio en el día de las víctimas, Medellín en el día de la fe y Cartagena en el día de la pobreza.
En conclusión, la visita a Colombia fue apenas otra etapa en el largo camino de un papa itinerante que seguirá tratando de transformar el mundo a través de una iglesia transformada. Probablemente esta visita no dejará una huella singular o duradera en Colombia, pero Francisco logró todo lo que podía lograr en su paso fugaz por un rincón atormentado y esperanzado de esta Tierra que él ama.
Hernando Gómez Buendía, Director y editor general de Razón Pública
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