¡Cuando los libros arden!
Por: Juan Manuel Ruiz @jmruizmachado
Una coincidencia atroz ocurrida el 29 de abril de 1986 llevó a que una tragedia ocultara otra tragedia. De vez en cuando suele ocurrir en este valle de lágrimas, y de tragedia en tragedia, se van sucediendo los acontecimientos uno tras otro, sin tiempo para decantar un dolor cuando ya se pasa a la realidad austera del siguiente. Es el sino del hombre: el dolor es permanente, la tregua queda reservada para la eternidad.
Ese día de abril las llamas devoraron más de un millón de libros de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, en un hecho que aún sigue siendo un misterio aunque todo apunta a que se trató de manos criminales. Mientras los empleados, juiciosos, atildados hacían sus labores diarias, y los visitantes y usuarios comenzaban apenas la jornada entre las estanterías, comenzó el fuego y después la llamarada que devoró miles de ejemplares, decenas de tesoros.
Fue un día que Los Ángeles no ha podido olvidar. Pero en aquellos tiempos no había redes sociales, ni teléfonos celulares, ni tecnología suficiente para difundir una información más allá de los ámbitos circunstanciales de modo y lugar. Pero, además, tampoco hubiera alcanzado a convertirse en noticia universal por cuanto el mundo estaba desbocado en el consumo de información sobre la tragedia de Chernóbil, que acaba de ocurrir por esas mismas horas.
De modo que el incendio de la biblioteca quedó en un segundo plano. La explosión nuclear en esa zona de Ucrania era un acontecimiento que afectaba al mundo entero, en medio de la Guerra Fría y del inicio del colapso de la Unión Soviética, que habría de concretarse unos años después: ¿a quién le iba a importar un edificio lleno de libros si antes estaba la posibilidad de utilizar políticamente una catástrofe para culminar con una era?
Tal y como ocurrió en Colombia con la masacre del Palacio de Justicia, opacada en su dimensión ética y moral por la tragedia de Armero, ocurridas con una semana de diferencia, el paso de los años, largos, tediosos, ha permitido conocer más detalles de los acontecimientos. En el caso de la Biblioteca de Los Ángeles, un libro trata de desentrañar las claves de lo ocurrido.
La biblioteca en llamas, de Susan Orlean, es una minuciosa investigación periodística que busca conocer todos los detalles de ese día, cómo eran sus protagonistas, cómo era el edificio, las denuncias sobre su vulnerabilidad y la inminencia de un incendio –todas las tragedias, a la larga, terminan siendo siempre anunciadas-, y el perfil del pobre diablo que se hacía pasar por actor y que terminaría provocando el incendio.
Han pasado treinta y tres años de ese acontecimiento pero a muchos les parecerá que estamos hablando de la Biblioteca de Alejandría, envuelta en llamas durante el asedio de Julio César, por allá en el año 48 a.C. Sí, porque el incendio de bibliotecas parece un asunto de tiempos bárbaros cuando es todo lo contrario: es propio de cada tiempo y de cada forma de poder.
Prueba de ello es que en el año 590 un papa ordenó quemar la Biblioteca de los papas de Letrán con el argumento de que los jóvenes preferían lecturas distintas a la del Nuevo Testamento, y en 1109, durante el sitio de Trípoli, los cruzados quemaron la Biblioteca con cien mil volúmenes catalogados como perversos. En 1453 sucedió algo parecido, durante el Sitio de Constantinopla.
Más para acá, durante la Guerra de los Balcanes, los serbios que adelantaron la limpieza étnica o de exterminio más atroz después de la Segunda Guerra Mundial, decidieron incendiar en 1992 la Biblioteca de Sarajevo, en Bosnia, como una muestra de su horripilante poder. Más de dos millones de libros fueron arrasados. Y en la Guerra de Irak, en 2003, se dio también el arrasamiento de importante patrimonio cultural como la Biblioteca Nacional de Bagdad.
Tal parece que a los vencedores, que a los guerreros, les encanta arrasar bibliotecas; con contadas excepciones como en Los Ángeles, aunque los motivos del personaje acusado de haber iniciado el incendio también podrían sustentarse con una forma de poder a la inversa, del poder retardatario del que es un auténtico perdedor. Cuando los libros arden, es porque alguien quiere demostrar su poder o arrebatárselo a las letras. Porque nada hay más poderoso que un libro: nada aprieta más y acusa más y forma más que un libro como el arma más poderosa que tiene la palabra.
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