Salario mínimo o la prolongación de una infamia

Afirmar que Colombia es uno de los países más desiguales de América Latina no es algo nuevo. Es una conclusión a la que se ha llegado desde hace algún tiempo y que se reafirma con mirar las condiciones laborales a las que se somete al trabajador en este país. De ahí que no haga falta consultar los informes de la ONU para convencerse de ello.


Pero las cifras globales son lo de menos. Finalmente, el frío de las estadísticas no alcanza a palpar la piel curtida, los ojos cansados, el desespero o las decepciones, de la misma manera que los más halagadores índices de crecimiento económico tampoco pueden contribuir en nada al bienestar de nadie, salvo, quizá, aliviar cierta mala consciencia de los empleadores que, según su razonamiento, le hacen un favor a quienes emplean y que por ello mismo no tienen derecho a manifestar su inconformidad sin caer en la insolencia o en el crimen de la rebelión.

Pero esto es de sobra conocido y parecería una reiteración innecesaria si no existiera el problema de que sabiendo lo que pasa se perpetúa, e incluso se aumenta, la inequidad y el servilismo que, infortunadamente, sigue caracterizando a los colombianos. ¿Cuál será la razón de semejante desborde de la rapacidad social? Quizá a los responsables tengamos que hallarlos en los espejos porque, como recordaba Osorio Lizarazo, «Ustedes [nosotros] han renunciado cobardemente a su condición humana. Se han dejado arrebatar por los potentados, por los defraudadores, por los enriquecidos, lo más precioso que tiene un hombre: su propia dignidad».

Porque vejámenes como el irrisorio aumento del salario mínimo en 4.6% (que pasa de $616.000 a $ 644.350) no son la excepción sino la regla. Solo hay que comparar los sueldos con el costo de vida que aumenta más de una vez al año; con el tiempo que demandan los trabajos, que siempre es mayor del estipulado en un primer momento pero no remunerado; con el tiempo muerto de los trayectos diarios, que para el caso de Bogotá y Soacha se hacen más largos a causa de una saturación irracional de las vías auspiciada por el monopolio del transporte que en trato leonino con el Estado pretenden acabar con la competencia; o con los altísimos intereses que imponen los bancos y demás instituciones de crédito para apropiarse del futuro de sus clientes mientras caen en el anzuelo de la ilusión de una pseudo opulencia. Decimos que basta comparar estos aspectos para darse cuenta de la ignominia que cubre a la inequidad social y por qué el pobre que trabaja honradamente jamás dejará de serlo y por qué, sabiendo esto, muchos dejan de hacerlo o ni siquiera lo intentan.

Ciertamente, las prácticas de explotar a los pobres, someterlos por la fuerza y etiquetarlos en categorías que denoten inferioridad son muy antiguas. Ya en la época colonial los indígenas eran obligados a comprar productos de escasa utilidad y dudosa calidad a precios altísimos, a mediados del siglo pasado se hablaba con desprecio del chusmero que se creía ahogado en ríos de chicha por su supuesta disposición a la vida licenciosa y disoluta. En la actualidad se hace un mayor uso del eufemismo: producen escándalo palabras que denoten inferioridad hacia otros, exclusión o racismo. Pero lo cierto es que en esencia las cosas no han cambiado, solo las expresiones. Como en la época de los comuneros, a quienes se rebelan en estos tiempos se les responde con toda la fuerza del brazo armado. En ninguno de estos casos se han escuchado razones, únicamente se hace visible la violencia oficial, como el criminal que roba a mano armada, solo que a este no lo cobijan las instituciones con su legalidad, sino con su desidia e inoperancia.

Lo anterior, sin embargo, es solo una parte del problema. Dominadores no hay sin dominados. La explotación no es posible sin cierta complicidad del explotado. El yugo se acepta cuando naturalizamos la clientela que nos hace agachar la cabeza frente a quienes detentan un cargo de poder; cuando se convierte en algo perfectamente normal tener que llamar “doctor” a quien muchas veces no tiene idea cómo se llega a merecer tal título pero cuyo pequeño ego hay que exaltar para hacerse merecedor de algún favor, aunque sea parte de sus funciones o responsabilidades hacerlo. La servidumbre se acepta cuando admitimos ver a los jefes como dueños y a los empleadores como pequeños dioses, cuando la dignidad es comprada a punta de migajas y la frase “si no le gusta, otro trabajará por lo mismo o por menos” se convierte en el principal filtro del mercado laboral.

¿Qué implica, entonces, la pelea por el aumento del salario mínimo y su mísero reajuste anual? No que los empresarios estén ganando menos (por algo se habla de la prosperidad económica que ha logrado Colombia), tampoco que el sueldo sea apropiado para suplir las necesidades mínimas de los trabajadores (eso lo desmiente cualquier familia que viva únicamente de ese sustento), sino que se da por sentada la inferioridad de los trabajadores, se concibe como algo natural la obediencia resignada y servil de los necesitados que repiten a coro “dios proveerá”.

No es nada nuevo ni demasiado original intentar visibilizarlo, pero parece que no nos importa o nos da miedo reconocerlo. En todo caso, nada cambiará hasta que seamos capaces de devolvernos a nosotros mismos algo que desde hace mucho hemos perdido: la dignidad.

die_nihil@yahoo.es

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